Un día usted cae en la cuenta de los años que le han dicho que tiene (usted estaba allí cuando nació, claro, pero ni se enteró siquiera) y de pronto se siente víctima de una estafa. Empieza a echar cuentas y no le salen. Siempre le quedan a deber. Entonces se pone a recordar eventos, fechas señaladas, acontecimientos… no hay manera. Hay al menos media docena de años de los que no halla noticias. Eso, si no se trata de una década entera. Un número impresionante de meses de los que no sabe nada de su vida. Un incalculable número de días que se han ido al garete sin tener noticia de ellos. ¿Y ahora a quién se le reclaman?
Hacerse mayor es terrible, pero es mucho peor envejecer. Sin embargo, nos dedicamos a ello veinticuatro horas al día, todos los días de nuestra vida. Y, aunque siempre ha sido así, no deja de sorprendernos, de maravillarnos incluso. A ese tremendo desatino le hemos dedicado versos, novelas, guiones de cine y de teatro, cuadros, esculturas, obras musicales de todo tipo… siempre intentando comprender, empeñados en terminar aceptándolo. El paso del tiempo es una apisonadora para nuestro cerebro y una carga de dinamita para nuestras emociones. Se me ocurren más metáforas y todas son igual de tremebundas.
Hacerse mayor es como cuando te invitan a una fiesta en la que no conoces a casi nadie. Llegas allí pensando millones de cosas desagradables que pueden llegar a suceder y lo primero que notas es que empiezan a hacerlo. Sin tu permiso. Es una fiesta muy rara, en la que en lugar de tarta, música y baile lo que hay son medicinas, sobresaltos y citas con médicos especialistas. Te empiezan a doler lugares de tu cuerpo que jurarías que antes no estaban ahí. Acordarte de las cosas más simples se convierte en un hazaña insólita y para quedarte dormido o bien precisas una noche entera, o bien te caes redondo en cuanto tienes el culo apoyado.
Lo más simpático de todo, por decirlo de alguna forma, es que nunca llegas a sentirte viejo. Estas hecho una piltrafa, pero por dentro te sientes como un chaval. La gente celebra con mucha alegría ese planteamiento vital de sentirse joven de espíritu. Es maravilloso sentirse joven de espíritu mientras resuena el chasquido del guante de látex que el proctólogo se enfunda antes de que lo sientas en tus carnes. Todo son sentires, pero unos los sientes más que otros.
Decía Oscar Wilde, quien destacaba por decir las cosas muy bien, que la tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno aún es joven. Por verle algo positivo, cosa siempre conveniente, podemos escuchar a Oliver Wendell Holmes cuando decía que el joven conoce las reglas, pero el viejo las excepciones. Aunque el propio Wilde tenía un as para acabar con ese tres: "La experiencia es simplemente el nombre que damos a nuestros errores".
Podemos devanarnos los sesos para sintetizar en una frase más o menos afortunada nuestra visión más o menos pesimista u optimista sobre la vejez, pero servidor se queda con la sabiduría popular:
"Éche unha carallada ser vello".