"Tengo covid-19 y me dicen que ya estoy curado. Sin PCR ni nada que lo demuestre"
Por Alejandro Espiño
Hace dos semanas recibí la llamada que, en esta época de pandemia, nadie quiere recibir. "El resultado de tu PCR es positivo", me dijeron. La noticia, aún siendo esperada -había perdido el olfato y el gusto, uno de los síntomas más claros de la covid-19-, fue un mazazo.
Todo había empezado tres días antes. Me desperté con dolor de cabeza, pero no le di mayor importancia. A veces me pasa. La edad, me dicen los más malvados. Los cuarenta no perdonan. Hice café y me fui a la ducha. Al volver, no olí el habitual aroma cafetero. Pensé, "no le di al botón". Pero sí, lo había hecho. El café humeaba pero yo no olía absolutamente nada.
Reconozco que me asusté. Decidí pedir cita con mi médico. Error. Su agenda está completa hasta dentro de ocho días. Yo no puedo esperar. Llamé al centro de salud y, tras varios intentos y conversaciones con diferentes servicios, di con la persona adecuada. Mi médico me llamaría enseguida. Así lo hizo. Vio claro mi diagnóstico. Pidió una PCR para confirmarlo.
Me confiné ya ese mismo día. Por suerte, podía hacerlo. Mi empresa me permitía teletrabajar. Sé que hay gente que esta cuarentena previa le trae problemas. Porque no te dan la baja. Al menos, hasta que se confirma el positivo. El mío, como ya he dicho antes, tardó tres días.
Nadie me sabe decir cuándo me pude contagiar. "Es imposible saberlo", me dicen desde la unidad de seguimiento de Montecelo. Yo no he tenido encuentros familiares, fiestas con amigos ni eventos multitudinarios. "No le des más vueltas", me explican. En Pontevedra hay transmisión comunitaria. "Pudo haber sido en la cola del supermercado o por la calle", añaden.
Horas más tarde recibía una nueva llamada. "Somos de la Xunta", me dijeron. Los famosos rastreadores. Sí, existen. Por lo menos en Galicia. Me dieron un código para activar mi positivo en la APP "Radar COVID" y les facilité el nombre y el teléfono de mis contactos estrechos. Yo ya los había preavisado para que tuviesen cuidado.
Los llamaron a casi todos. Desconozco el criterio. A los que sí, a unos les hicieron PCR y a otros no. Incomprensible. Eso sí, todos confinados una semana. Mientras, yo en casa y sin apenas síntomas. Pronto desaparecieron los dolores de cabeza y me quedé solo con la pérdida de olfato. Olía todos los botes que tenía por casa para ver si era capaz de percibir algo. Nada.
He de reconocer que he tenido un seguimiento médico constante estos quince días. Tanto por parte del equipo de Montecelo, que siempre han sido muy amables conmigo, como por mi médico de cabecera. A él le estaré eternamente agradecido. Llamaba todos los días para ver cómo iba evolucionando. Animándome a cada paso que daba hacia mi ansiada curación.
Desde el principio me dijeron que el 2 de octubre me harían una segunda PCR. Si era negativa, es que mi cuerpo había vencido al bicho. Estar confinado y que te den una fecha se agradece. Mentalmente te conciencias. Cada día que pasa es una victoria. Sobre todo cuando, dentro de lo que podía ser, no ha sido una cuarentena incómoda
Pero 48 horas antes de la prueba recibo una nueva llamada. Mi PCR se anula. "Ha cambiado el protocolo", explican a otro lado del teléfono. Ya estoy curado. Al menos, para Sanidad. Que ya puedo salir de casa, volver a trabajar o reencontrarme con familiares y amigos. Y que, textualmente, "me lo pase bien". Con mascarilla y con cuidado, eso sí. No vaya a ser.
Dicen que ya no contagio. Que no tengo los síntomas más graves. Nada de fiebre, tos ni dificultades respiratorias. Yo les digo que nunca los tuve. Que cómo puedo estar seguro de que estoy bien y, sobre todo, que no contagio. No tengo una PCR negativa que lo certifique. "No debería pasar", contestan. NO DEBERÍA. Ya me quedo mucho más tranquilo.
"Lo dice el papel que nos han dado", añaden. Insisto en que me hagan la PCR. Por seguridad y por mi tranquilidad. No hay manera. "El protocolo no nos deja", repiten una y otra vez. Cuelgo el teléfono y empiezo a asumir lo que me han dicho. Puedo salir a la calle. Pero nadie me garantiza que el virus ya no está. Que no puedo contagiar a nadie.
¿Puedo ir a visitar a mi familia o ver a mis amigos sin temer que algo les pase? ¿Puedo volver con seguridad a mi trabajo? Hacer entrevistas, ir a ruedas de prensa en espacios cerrados… Nadie se fía al 100%. Ni los propios médicos. ¿De verdad hay que vivir con esta incertidumbre?
Sanidad dice que estoy bien. Pero no hay nada que lo certifique. Ni PCR ni serología que, para mi tranquilidad, tendré que pagar de mi bolsillo. 140 euros en una clínica privada. No duele pagarlos. Lo hago por mí y por los míos. Lo que me indigna es que nos aboquen a eso. A la sanidad privada. Por bajar las estadísticas. Por ahorrarse una prueba que a ellos les cuesta cuatro duros.
Algunos dirán que es un capricho. Que no necesito ese diagnóstico. Que no contagio. Que otras comunidades ya lo hacen así. Puede ser. Yo no soy médico ni virólogo. Solo un ciudadano con miedo. Con miedo de poder joderle la vida a alguien. Y nadie me tranquiliza.
Sí, NECESITO ese diagnóstico. Anoche apenas he dormido. De la ansiedad por salir a la calle. De pensar que haya una mínima posibilidad de contagiar a alguien. La ansiedad es muy jodida. Quien lo ha sufrido lo sabe bien. Y de eso también se tiene que ocupar la sanidad pública. No solo de presumir cuando las cosas van bien.
Entiendo que no se hagan PCR sin ton ni son. Pero para desconfinar a un positivo debería ser obligado que haya un diagnóstico negativo. Como hasta ahora. ¿Quién le dice a Sanidad que el paciente logra identificar todos los síntomas? ¿O que no los oculta para que le liberen del confinamiento antes de tiempo? El control telefónico tiene sus limitaciones.
Por eso es importante testar a los pacientes. "Test, test y más test", nos dicen las autoridades gallegas. Pero a la mínima los recortas. Al final, empiezas a pensar que únicamente buscan reducir las estadísticas a toda costa y, realmente, la salud pública importa muy poco.
Y que se me entienda bien. Esto no es un reproche a los magníficos profesionales de la sanidad gallega. Ellos hacen lo que pueden. En jornadas maratonianas y sin apenas descanso. Y, en mi caso, el trato ha sido intachable. Están muy por encima de aquellos que les mandan. Este país está en deuda con ellos. Lo estábamos en primavera y lo estamos, aún más si cabe, ahora. De eso no tengo la más mínima duda. Y menos, tras comprobarlo en mis propias carnes.
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