Veinte años no son nada en un edificio, pero lo son todo en la vida de las personas. Es la antigüedad que acaba de cumplir el centro penitenciario de A Lama sin que externamente deje notar ni siquiera el primer signo de envejecimiento y, sin embargo, han sido dos décadas en las que el sistema penitenciario español y el día a día en la prisión pontevedresa han experimentado un cambio radical persiguiendo el que no se debe olvidar que es el fin último de las penas privativas de libertad: la reeducación y reinserción social. Así lo establece el artículo 25 de la Constitución Española y así se palpa en la vida diaria de este penal.
No siempre ha sido así y si los muros de las antiguas cárceles de Vigo y A Parda (Pontevedra) hablasen podrían atestiguarlo. Nonito García lo ha vivido en primera persona y también puede confirmarlo. Actualmente destinado en el Centro de Inserción Social (CIS) Carmen Avendaño de Vigo, hasta el año pasado era funcionario en A Lama y uno de los pocos testigos directos de cómo ha cambiado todo en tan sólo dos décadas, de que hubo un antes y un después de la inauguración de A Lama en 1998 y una evolución continua desde entonces, siempre caminando hacia una menor conflictividad y una mejor convivencia.
Llegó a las instalaciones situadas en el lugar de Racelo cuando sus puertas enrejadas se abrieron por primera vez y estuvo 19 años desempeñando su trabajo en ellas, hasta su reciente cambio de destino en 2017, de modo que pudo vivir el "laborioso" traslado de los más de 200 internos que entonces cumplían condenan en la antigua cárcel de Vigo que fueron transportados en furgones policiales entre estrictas medidas de seguridad hasta A Lama y también la "diferencia brutal" que supuso tener instalaciones modernas, en aquel momento las más actualizadas y de mayor seguridad de los centros penitenciarios gallegos.
En la antigua prisión de Vigo, al igual que en la vieja cárcel de A Parda que había cerrado tan sólo unos años antes -1991- el día a día era muy distinto. Cuando el 26 de junio de 1998 se inauguró se encontraron cambios como, por ejemplo, que "había puertas que ya se abrían y cerraban por ordenador o alarmas" frente a los sistemas manuales previos y que podrían pasar a tener un sistema de funcionamiento interno más operativo y seguro para internos y funcionarios.
En los antiguos centros de A Parda o Vigo los internos estaban separados en dos grupos: penados y preventivos. Aquello empezaría a cambiar con la llegada a A Lama. Aquellos poco más de 200 presos iniciales fueron creciendo con traslados desde otras prisiones de España hasta asentarse, en los primeros años, en una medida de 500 y llegar a su plena ocupación de más de un millar entre 2002 y 2003. Con el crecimiento de la población reclusa y el paralelo de la cantidad de trabajadores, se fueron organizando por módulos en los que "se clasificaba mejor a la gente", más operativos y que facilitaban el día a día.
El salto ya fue abismal, las celdas eran de mayor calidad, las instalaciones ganaban en seguridad y modernidad, pero nada les podía hacer prever entonces que, de todas formas, tras aquellos primeros años "complicados" de poner a andar un nuevo centro les esperarían cambios aún más drásticos, y siempre para mejor. Llegaron a partir de 2006, con la creación del primer módulo de convivencia y respeto, entonces el número 6.
Según los datos facilitados por Teresa Delgado, subdirectora de tratamiento del centro, hoy en día más del 60% de la población de A Lama está en módulos de convivencia, pero entonces fue un primer módulo experimental que, además, fue complicado poner en marcha porque coincidió con momentos de sobreocupación en los que el penal casi alcanzó los 2.000 internos y, también hay que reconocerlo, con las reservas hoy desaparecidas de una parte pequeña del personal, acostumbrado a una organización más estricta del día a día en un penal.
La idea de aquel primer módulo era, según recuerda Nonito García, "educar a la gente, que tenía que convivir simulando lo que es la vida ordinaria en la calle, dónde tienes que entenderte con los demás, tienes que respetarlos y convivir", todo partiendo de la idea básica de que "tienes que respetar a tus semejantes", pues "en el momento en el que no respetas a los funcionarios o a las personas internas, no tiene sentido que estés aquí" y el interno que no cumple las normas básicas de convivencia debe irse a los módulos ordinarios que siguen existiendo en prisión.
Ese espíritu de aquel primer módulo continúa en los ocho actuales (siete de convivencia y uno terapéutico que supone un paso más para ayudar a la deshabituación del consumo de sustancias adictivas) y supuso un paso decisivo, pues "transformó la prisión".
El director del centro, José Ángel Vázquez, está convencido de que parte del éxito de estos módulos se sitúa en la "implicación" de los internos, que se adaptan a las nuevas circunstancias de un entorno de "corresponsabilidad" en el que los funcionarios de vigilancia y los educadores son quiénes coordinan las actividades del módulo, pero son ellos quiénes se autogestionan para cuestiones como la limpieza, la organización del día a día o para garantizar la convivencia. Pero, sin duda, la clave para que siga adelante y funcionen está en el personal penitenciario.
La apuesta desde la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias y desde la dirección de A Lama pasa por la convivencia, pero para que sea posible "lo tienen que interiorizar los funcionarios", pues "ellos son los que están 24 horas al día todos los días en el módulo". José Ángel Vázquez se enorgullece de que "aquí, la plantilla, lo tiene interiorizado" y va "mas allá de lo que se le exige o se lo puede ordenar" para garantizar que los engranajes del módulo funcionen y que la reeducación sea una realidad.
Esa implicación se palpa en el ambiente, en la familiaridad con la que los internos del módulo 9 tratan con su educador, David; en el cariño con el que Ramón, funcionario/tutor del módulo ocho, trata con las personas que están a su cargo; en el saludo que el director da a todos y cada uno de los reclusos con los que se cruza; y también en las estadísticas. Entre los internos que cumplen su condena en estos módulos el porcentaje de reincidencia desciende hasta el 14%, significativamente inferior al de quiénes se quedan en módulos ordinarios, acercándose cada vez más a los objetivos de reinserción que marca la Constitución.