Alejandro M. Carmuega
Aquí va a haber más que palabras: Excepto mi nombre
Todo fluye y nada permanece. Excepto mi nombre.
En la escombrera el sol de marzo entibia las tardes y algunos raquíticos frutales pintarrajean la vida con sus primaveras. Las canciones de amor, siguiendo una vieja costumbre, se obstinan en ignorarme. Me llamo Heráclito y ustedes ya me conocen. Aburridos estarán de leer sobre Sebas y sobre mi.
-¿Lito? -Pregunta ella.
No se extrañen. No les hará falta releer nada. La verdad es que no me emociona mi nombre y por eso lo utilizo poco. Procuro obviar el hecho de que, por mucho que lo escondamos, estamos obligados todos a guardar, al menos, uno de pila en la cartera, impreso en el anverso del DNI. Y no me resulta difícil reconocer que el desapego que siento por él es sólo la idiotez de un presuntuoso que, en el fondo, sabe reconocer que los nombres, per se, ni son bonitos ni feos. Son verbo tan sólo: un tanto aire y un cuanto ruido. Podría disertar sobre eso si no fuera sábado. Pero lo es. Habrán madrugado ustedes con ansias de leerme y no me parece de recibo darles la paliza -no es este el foro adecuado, además- con una disquisición sobre el propósito de belleza que se esconde tras la arquitectura morfosintáctica de los sustantivos o la carga semántica sobre la que se cimentan. Si les diré, sin embargo, que en puridad, y reducido todo al absurdo, resulta bastante simple: las palabras no son más que voz; carecen de peso, son intangibles. No son nada. Se dejan arrastrar como hojas muertas por la brisa del otoño. Y sin embargo, y a pesar de ser sólo éter modulado, mi nombre permanece enhebrado a los pliegues de mi alma con la enigmática atracción de un aforismo: Heráclito. El Oscuro de ÿfeso. Todo fluye, nada permanece. En los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos. Buena putada la que me hizo el viejo el día que acudió al registro civil. Y a Thor doy gracias de que no anduviese por aquel entonces embebido con Anaximandro de Mileto. Nada hay que no pueda empeorar.
Es cierto que todo fluye y nada permanece. Excepto mi nombre. Pero si quieren también pueden llamarme Lito, que es bastante más manejable.
- Sí, Lito. De Heráclito. Suena raro, pero es ese mi nombre en verdad. Si no te gusta lo entenderé, pero otro no te puedo dar. Y aquí no se devuelve el dinero. - Ella me sonríe abiertamente con el brillo húmedo de sus ojos negros. La cosa parece que empieza bien.
Tal vez recuerden a la Señorita Estévez, máster en optometría y maneras de enfermera sensual. Me prescribió unas gafas que nunca compré, más por ausencia de liquidez que por falta de necesidad. La casualidad, siempre tan improvisada, quiso cruzarnos un día en la alameda, mientras hacía tiempo antes de ponerme a no hacer nada. Azar fue, no sólo que la viera, sino también que la distinguiera en la astigmática lejanía del atardecer. Disimuladamente me dejé caer hacia donde ella estaba y la abordé aprovechando que pareció reconocer mi rostro. Dos preguntas inocentes, una sonrisa traviesa, el sol languideciendo en el horizonte, un labio mordido qué se yo así es la primavera: con la galantería de quién está convencido de que nada se pierde en el intento y la desvergüenza de quién está habituado a perderlo todo a cada paso, me atreví a sonsacarle un número de teléfono: 678343 y no continúo que ya nos conocemos. Hoy la he llamado y me ha cogido: Salgo de la óptica a las ocho y tengo unos recados que hacer en Vigo, pero puedo recogerte en mi coche y me acompañas. No hará falta que les diga mi respuesta, ni tampoco que no he permitido que se acercase a esta cloaca. Andando le he salido a una paralela a más de tres manzanas podridas.
Ya en Vigo, y finiquitados los recados, me introduce en un local elegante que yo desconozco pero que -lo admito- va estupendamente bien con sus pendientes de azabache. Clarita de limón para la dama; Mahou cinco estrellas para el caballero. Hay costumbres de las que cuesta desprenderse incluso en estos ambientes: El vaso no hace falta, joven, puede usted llevárselo.
- ¡Heráclito! Te lo tomarás con filosofía...
Río fingidamente, aunque no me sorprende escuchar un chiste sobre mi nombre. Lo que me extraña bastante, sin embargo, es que apunte hacia la fuente correcta. Pero ella es optometrista y además de enfocar bien, eso es evidente, posee una vasta cultura que suma a un gusto exquisito. En realidad, como es norma, uno se rodea de gente afín; por eso los chascarrillos que debo aguantar habitualmente sobre mi apelativo disparan menos hacia la cosmogonía presocrática y más hacia otros clásicos vespertinos en la de Sara como son el tute o la pocha.
-No hay manera. Por más que les insisto nadie me hace caso: Fournier era Heraclio. Y se escribía sin T. A ver, ¿quién tiene el as de oros? - Ella ríe sin sordina mostrando sus dientes de nácar, la cálida voz de Morrisey nos abruma con I Know it's Over y yo creo que empiezo a enamorarme.
Acaba mi musa su clara y yo ya sumo diez estrellas en mi cuenta particular, cuando la conversación da un giro inesperado y el brillo sereno de sus ojos comienza a enturbiarse. Su mirada, ahora severa, se me clava en el alma y sus largos dedos tamborilean nerviosamente sobre el mármol de la mesa. Doy un trago nervioso a mi tercera cerveza y recapacito. Intuyo que, sea lo que sea lo que la ha molestado, ha debido salir de mi boca. ¿Qué coño he dicho? Como un niño ante el ceño fruncido de su papá regurgito mnemotécnicamente y para mis adentros los últimos sonidos que han pronunciado mis cuerdas vocales:
- Dando por saco a todo el personal también sacaba yo de la crisis a un país. Han hecho todo lo que prometían que no harían y, a pesar de todo, a pesar de habernos hecho comer todos los marrones a los de siempre, aquí seguimos todos, asintiendo como borregos. No me cansaré de decirlo, somos gilipollas.
No puedo creerlo ¿He metido la lengua en política? ¿En serio he sido tan estúpido? Con lo bien que hubiera estado metidita en el c Miro fijamente hacia la botella que sostengo en mi mano mientras observo con el rabillo su escote y decido que es mi turno de hacer algo que salve la situación. Sin embargo, se me adelanta disparándome con cara de asco:
- Mucho borrego que no ve un burro a cuatro pasos es lo que anda por ahí suelto.
Doy un respingo y soy consciente de que en la frase que pronuncie a continuación reside la clave de que la velada termine con guinda o con tomate. Observo su cara de repugnancia, remuevo con cuidado los escrúpulos en mi interior y finalmente levanto mi mano y mi voz en el bullicio atildado de este antro para aseverar de manera rotunda:
- ¡Camarero, lléname esta!
Las noches de marzo refrescan desagradablemente en Vigo. En la parada un pensamiento ronda mi cabeza: autobuses más importantes he perdido en la vida. Mezclar principios políticos con zumo de cebada nunca ha producido finales provechosos. Supongo que mi opinión sobre lo que están haciendo con el aborto ha sido demasiado para ella. Una lástima. Más importantes los he perdido, sí, pero debo reconocer que no haber sabido subirme a éste me ha jodido bastante. Al fin y al cabo, por muy a la derecha que esté colocado el dulce, es cierto que a nadie amarga uno de vez en cuando.
En fin, esto es lo que hay: todo fluye y nada permanece.
Excepto mi nombre, claro.
Autor de la fotografía: Alfonso González (Maruxía)