Beatriz Suárez-Vence Castro
La gravedad del aburrimiento
El aburrimiento es un peligro para la salud. Contaba el psiquiatra J.A. Vallejo Nájera que cuando empezó a ejercer su especialidad médica, como ayudante de otro reputado especialista en la mente humana, apareció un hombre joven en la consulta y después de hacerle una serie de preguntas para saber qué mal le aquejaba llegó a la conclusión de que lo único que tenía era aburrimiento. Cuando comentó el diagnóstico con su jefe, este contestó: "Vaya, no creí que estuviese tan grave".
Y es que cuando estamos aburridos no se nos ocurre nada bueno.
El Confidencial publicaba ayer una curiosa lista de las cosas que más nos aburren a los españoles y entre varias situaciones comunes como tener que hacer cola para entrar en algún lugar y otras comprensiblemente aburridas como escuchar un discurso político, hay una que llama poderosamente la atención: Escuchar a nuestra pareja al final del día.
Si esto es realmente así y escuchar al otro nos aburre es que lo nuestro es grave. Salvo que nuestra pareja sea mortalmente aburrida, entonces se entiende. Pero la cuestión es que cada vez nos aburre más escuchar a los demás, incluida la persona que comparte nuestra vida. Hemos perdido el hábito de escuchar a quien nos habla, igual que el gusto por una buena conversación. Un arte en extinción. Y es que estamos pero no estamos.
No observamos, nos comunicamos demasiado a través de pantallas. Prestamos más atención a nuestro móvil que a la persona que va con nosotros. A quien comparte con nosotros mesa e incluso cama .No le miramos a los ojos. No atendemos a las emociones. A veces ni siquiera a las propias. De esta manera es lógico que nos aburramos. Acabamos haciendo de los días una rutina interminable, como el hámster que gira la ruedita de su jaula.
Tenemos que recuperar el interés por nuestros amigos, por nuestra familia y reservar un momento al día para escucharnos y vernos. Llega con poco si lo hacemos de verdad.
Cada vez nos resulta menos extraña la escena de una pareja o un grupo de amigos reunidos, cada uno hablando por su propio teléfono, wasapeando o jugando con él, sin prestar atención a la persona con la que realmente ha quedado. Pero el problema no es la tecnología, que es desde luego necesaria, si no el afán que parecemos tener en aislarnos de los demás, en no querer escuchar lo que el otro, sea pareja, hijo, padre, nos tiene que decir y acabamos comportándonos como extraños dentro de nuestra propia casa. Nos hemos escudado mucho en que "cada uno debe tener su propio espacio" para evitarnos, para no escuchar lo que a veces no nos gusta oír pero resulta necesario para la convivencia.
Somos animales sociales y si dejamos de serlo queriéndolo o no, nos aburrimos. Y de la persona aburrida a la amargada hay un paso muy pequeño.
Hace poco me comentaba un médico que él necesita escuchar muy bien al enfermo antes de empezar a hablarle y mirarle a la cara para comprender cómo se siente y una vez que termina de hablar, antes de valorarlo todo, asegurarse de que ambos se han entendido. No comprende a sus colegas que apenas levantan la vista de la mesa cuando entra el paciente o que extienden una receta sin antes explicar en qué consiste el tratamiento. "Por muy poco tiempo que tengamos o por muy alto que sea el número de pacientes que tenemos que ver al día". La atención, dice, es fundamental para emitir un buen diagnóstico.
Yo creo que es cierto. Independientemente de nuestra profesión o de nuestra edad, a todos nos gusta que nos presten atención, sentir que nos entienden.
También es verdad que las exigencias de la vida diaria nos obligan a ir siempre con prisa, que a veces queremos pero no podemos porque el reloj es implacable. Pero es necesario hacer predominar lo importante sobre lo urgente. Si no hablamos con nuestros hijos o no les escuchamos, luego no podemos quejarnos de que no nos cuentan nada. Si apenas miramos a nuestra pareja, un día levantaremos la vista y se habrá convertido en un desconocido.
Hay una escena memorable de la película Kramer contra Kramer en que una pareja se separa y hasta el momento mismo en que ella se va de casa, el piensa que todo va bien. No sabe por qué su mujer se marcha porque hace tanto tiempo que han dejado de hablarse y de mirarse que él no tiene ni idea de lo qué le pasa. Piensa que se ha vuelto loca porque tiene todo lo que quiere, todo lo que necesita y aun así abandona su hogar dejando a su hijo a cargo del marido. Ella no tiene lo único que necesita: atención. Se aburre y se va. Y él se da cuenta de lo que sucede cuando la pierde.
Abramos los ojos a lo que nos rodea, a las personas y a las cosas. Nuestro entorno es lo más importante que tenemos, lo más bonito y lo más valioso. Y si nos aburrimos, entonces cuidado, mucho cuidado. El aburrimiento es para la mente lo que la fiebre es para el cuerpo, un aviso de que algo no va bien. Y a los avisos hay que hacerles caso.