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Gastrosofía: Degustando el cocido de Lalín, I
Nos acercamos a la comida, al cocido, al cocido de Lalín mostrando y describiendo algunos aspectos en esa relación tan profunda entre lo humano y la Naturaleza y el pensar…
Estamos en una etapa histórica en la que el viaje y el viajero son una fuente no solo de ocio, placer y cultura, sino también un sector industrial. Por lo cual, nos vemos obligados a considerar valores, factores, vectores y características que están en la realidad, intentando entender y comprender fenómenos más complejos.
Puede que un cocido solo sea un alimento más, una combinación de gustos, sabores y colores que se han ido depurando, sintetizando, amplificando y evolucionando desde hace milenios. El hoy, el presente de una técnica (y la comida es también una técnica, aunque no lo crea), ha sido la evolución de milenios. En esos milenios se han ido insertando realidades de todo tipo. Conocí a una persona que, entre sonrisas y silencios, indicaba que cuando se casó solo invitó a un cocido, porque no existían otras posibilidades.
En toda comida o plato, incluso siendo el mismo, existen variedades. En el cocido, ya hemos indicado en otros artículos de opinión una docena de variedades, que a su vez tienen subvariedades. Después llegas al fogón de la madre, de la abuela, de la bisabuela o de la nieta, y la misma comida tiene matices, sea una tortilla española, un cocido gallego o una paella. Los humanos transforman y convierten en otra realidad todo lo que tocan. Es nuestra capacidad doble: por un lado, de invención y admiración; por otro, la necesidad de la situación concreta. Si ese día o semana se tiene más vegetal o grelos, se le añade más; si hay menos cerdo, pues menos; si existe más dolor en el corazón de quien lo hace, pues también se nota.
En algunos lugares del mundo, como en el México profundo, el proceso de calentamiento o cocción de algunas comidas no dura una hora o dos, como es la comida tradicional del puchero ibérico, sino horas y horas, incluso tapadas por tierra. Los factores y vectores del mundo van influyendo y cambiando. Hoy, la importancia del plato creo que está en que las personas tienen que alimentarse y degustar platos muy deprisa cada día, porque la velocidad del trabajo es inminente y todo el mundo tiene más obligaciones de las que puede soportar. Por tanto, en tiempos de descanso, se marcha con más tranquilidad: quieren el cocido de la madre, quieren el cocido de la abuela. Quizás desean saborear ese olor o gusto de su niñez, y ahora, ya con ochenta años, han vuelto a su tierra de origen después de estar cinco décadas en Madrid, Barcelona, Nueva York, Buenos Aires o Berlín, y desean saborear los recuerdos. En el fondo, se les mueven y remueven lágrimas en su profundo corazón, lágrimas sin agua, pero lágrimas.
La carne de cerdo ahumada es como la fórmula casi secreta de ese cocido que hace que los labios y los dedos se chupen. Degustándolo en un lugar ni demasiado moderno de estética y estilo, ni demasiado tosco o popular, en ese intermedio de la realidad humana. Porque demasiado popular y rústico nos parecería un teatro; demasiado moderno no armonizaría con ese sabor del cocido de Lalín, donde no solo te estás alimentando, no solo estás hablando con personas cercanas o muy cercanas, sino que quieres saborear de algún modo la historia o microhistoria de tus recuerdos.
Somos recuerdos, aunque sabemos que los recuerdos se olvidan, se cambian y se transforman. Recordamos unos y olvidamos otros, creamos y criamos los recuerdos. Ese es el misterio del hombre. Se escribe de una manera en la treintena, cuando crees que tendrás una puerta para ser escritor y escribiente, tienes esperanza de ser y serlo, y crees, como el gallego Cela, que el que aguanta gana. Y se escribe de otra manera a casi las siete décadas, cuando sabes que has atravesado los desiertos de la realidad, siempre buscando razones, modos, maneras y formas, y puedes aceptar que no sabes si tus escritos perdurarán dentro de mil lunas.
En una sociedad y país donde todo ha cambiado, creemos y nos creemos tradicionales, pero hemos cambiado todo. Ahora, en estos últimos lustros, intentamos mantener realidades del pasado, sean piedras, canciones, gustos o sabores. Nos estamos dando cuenta de que nuestros aires, vientos, aguas, tierras, nubes y mares no son los mejores del planeta, pero no son menores ni de menor valor que los de otros lugares. Estamos y somos, nos estamos dando cuenta de que nuestros platos, tradicionales o nuevos, no son más que los de otras geografías, pero tampoco somos menos. Y al aceptar este principio, nos hemos dado cuenta de que una tortilla manchega o un cocido gallego de Lalín son dos variedades de la realidad humana.
Cuántos corazones ante un cocido han sentido alegría, y cuántos habrán sentido pena porque al día siguiente se marchaban a Argentina. Cuántas madres y abuelas habrán comido el último cocido sabiendo que al día siguiente el hijo se iba a Buenos Aires, y con una sonrisa triste han querido que en ese último cocido, ese último día del hijo en la casa familiar, no faltase una sonrisa. Cuántos y cuántos. Eso hace el cocido, el cocido de Lalín: traernos recuerdos. El cocido de Lalín como símbolo y metáfora de tantas comidas últimas, de tantas personas que han tenido que marchar y que, hace cien años, nunca sabrían si volverían a verlo.
Hoy, en este modesto artículo sobre el cocido de Lalín, lo extiendo como metáfora y símbolo a todas esas madres y abuelas que pusieron la última comida a su hijo o hija, que sabían que marchaban al día siguiente a las Américas o a la Europa profunda, y que no sabrían si volverían a verlos en esta vida. El cocido, el cocido de Lalín, la tortilla y la paella son eso y mucho más.
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