Kabalcanty
Un simple andariego (3ª parte)
Tiempo antes de que el hombre rollizo del carrito y el paraguas, el mismo que comió en Duppys junto con la vieja malhablada, fuese buscando esa ciudad idílica, vivía en un edificio horrendo, todo hormigón y con unas ventanas enrejadas que se remetían desconsideradamente en la fachada dejando un alféizar óptimo para que cagaran las palomas, en las afueras de un pueblo preponderante del norte. No vivía solo, compartía con varios residentes salas comunes para disfrutar de los programas de televisión, pasillos, salón de actos y un vasto jardín en donde una fuente, atestada de verdín, lagrimeaba un caño de agua. Era lo que más le agradaba al hombre: andar por el jardín y comentar con los demás residentes cualquier tema; la total predisposición a la charla distendida era la característica por antonomasia de todos y cada uno de los residentes.
— Es verdad que mi hija vive demasiado al sur, ya sabes: calor, falta de agua, cansancio, pero no es esa la razón por la que apenas la recuerdo. Creo que es porque es algo indeseado de mi pasado.
Le contaba la señora Adelina mientras hacía punto para una manta demasiado larga y ancha, la cual llevaba años tejiendo.
— ¿Qué distancia calcula usted que podrá haber entre donde vive su hija y este pueblo de al lado?
— ¿En kilómetros? - le respondió ella pausando su punto.
— Por favor.
— Humm….. -la señora Adelina se ajustó las gafas sobre la nariz y escudriñó la lejanía.
Un bosque tupido de pinos se enfrentaba a la verja del conjunto residencial. Tras ellos, no se veía más que el pedazo de cielo, casi siempre turbio, y los picos, casi siempre blanquecinos, de un sistema montañoso. Se suponía que en el límite de la frondosidad del bosque de pinos, en un sospechado valle a los pies de las montañas, se hallaba el pueblo norteño. Ninguno de los moradores del feo edificio conocía el pueblo, ni por supuesto su lugar exacto, pero por boca de algunos de los proveedores (el lechero, el panadero o el motero que acarreaba la escasa correspondencia postal) imaginaban el poblado allende el arbolado.
— Calculo que unos diez mil kilómetros y doscientos metros, tal vez algunos centímetros más.
Concluyó Adelina volviendo a su labor.
El hombre robusto elevó las cejas y las mantuvo unos segundos flotantes sobre su despejada frente. Contaba con los dedos mientras asentía dentro de una esmerada seriedad
A lo lejos, discerniendo el timbre característico agudo e imperioso, oyó su nombre de pila repetido varias veces. Tras despedirse de la señora Adelina, se acercó de mala gana. Cuando lo hacía de esta guisa arrastraba los zapatones por la tierra del jardín dejando un surco reconocible a su espalda.
— El doctor Andrade comenzará su terapia experimental pasado mañana. Se lo comunico para que haga la preparación conveniente.
Era la enfermera jefe Obdulia plantada en la puerta del servicio médico con sus dos tetas estallando su uniforme. Poseía una mirada insolente auspiciada por unas cejas espesas.
— Pues a mí no me apetece que el doctor meta mano en mis sesos, enfermera Obdulia.
Dijo el hombre, agachando la cabeza retraído. Le imponía aquella enfermera pechugona hasta hacerle sentir una pueril timidez, pero aquella orden rebasaba todo límite.
— Su familiar ya firmó la conformidad. Yo ya se lo he notificado a usted y le recalco que comenzará pasado mañana jueves. ¿Entendido?
Aquella noche no pudo dormir. Algo le decía que los métodos modernos del doctor Andrade no eran buenos para él ni para nadie, aunque no tuviera ni la menos idea en qué consistían. Su cabeza zumbaba inquieta imaginándose su cabeza abierta en la que se encaramaba el doctor portando unas potentes tenazas. El médico se reía al tiempo que él suplicaba y suplicaba tendido en una monstruosa camilla tan alta como los brazos del doctor. No podía dejarse tocar. Tampoco hablar con ese familiar del cual no tenía noticias. ¿Qué significaba "familiar" verdaderamente? Desde muy joven estuvo en sitios parecidos. Primero en uno más presentable, con colores alegres en las paredes y toboganes y columpios en el jardín, y después en este, tan desagradable y antiestético. Tenía que irse de allí lo antes posible. No había otra solución. Según avanzaba la madrugada su mente convino ese drástico remedio. Al escuchar el timbre colectivo para levantarse, su decisión estaba tomada. Mientras los otros residentes se iban vistiendo despaciosos, o les ayudaban los celadores a vestirse, él sonreía para si confiado en que su determinación era lo más plausible.
Pero todo quedó en la intención, pues cuando intentó la fuga al atardecer, justo cuando los vigilantes de la puerta principal cambiaban de turno, le atraparon con facilidad.
Protestó, pataleó, maldijo a médicos, enfermeras y celadores, pero acabó encerrado en una de los cuartos de castigo, los que dedicaban a los residentes indoblegables.
Después de la terapia experimental del doctor Andrade el hombre se sintió diferente. Ni mejor ni peor, distinto. En los primeros días sintió una profunda apatía que le postró en la cama sin ganas de nada.
— Es lo normal, las neuronas deben acomodarse a su nuevo habitáculo, digámoslo así.
Decía el doctor a la enfermera Obdulia, esbozando una media sonrisa y con un tono de paternalismo académico.
— Pasadas setentaydos horas, oblíguenle a caminar y, poco a poco, que regrese a su vida normal. Eso es todo.
Así lo hicieron, sin embargo el hombre parecía ser otro. Los residentes que tanto charlaron con él comentaban el cambio y le miraban con cierta lástima viéndole solitario y callado. Un día de esos se le encontraron en el jardín con un libro grueso, que tomó de la escuálida biblioteca residencial, sentado sobre uno de los hitos que flanqueaban la salida al parque. Embelesado en la lectura, sólo levantaba los ojos de las páginas para saludar con un leve movimiento de cabeza o para meditar algunas de las frases que leía y repetía torpemente pensando cada palabra antes de pronunciarla. Su abulia se tornó en una mueca risueña, bastante bobalicona, a tenor de lo que decían algunos residentes, pero su parquedad dialéctica siguió siendo la misma.
Años más tarde, en un cambio de Gobierno, se consideraron a estos edificios de fachadas horrorosas y contenidos infaustos como obsoletos y contrarios a la buena concordia social. Los cerraron, recolocaron a su personal sanitario, el doctor Andrade se jubiló sin que sus métodos experimentales tuviesen reconocimiento médico y dieron el alta y mandaron a los residentes a sus casas familiares, lo cual supuso un contratiempo inesperado, incluso inasumible, para la mayoría de las parentelas.
El hombre, con su inseparable libro en la mano, disfrutó del primer día de su libertad como si fuese un recién nacido. "Esa ciudad, tiene que ser esa ciudad", dijeron que comentó insistente y en voz baja mientras caminaba atravesando el frondoso pinar.