Kabalcanty
Rebajas
En las navidades tenemos que derrochar alegría, fundirnos en abrazos que levanten oleadas de confeti como un destello mágico al unísono de carteles fluorescentes y farolas engalanadas de estrellas; en carnaval toca disfrazarse de fantoche y hacer alarde carnal; en semana santa tenemos que rendirnos a la reflexión más íntima, recogernos en la pasión de la fe y hacer reverencia y golpes de pecho frente a estatuas compungidas ataviadas de pan de oro y mantos fastuosos; en verano llegan las ansiadas vacaciones, el mar, la montaña, la cultura y el ocio en las agencias de viajes, la dieta férrea para mostrar un cuerpo envidiable, el recreo de los sentidos en formato pasajero y con IVA, por supuesto; en septiembre comienza el curso y formarse para el futuro es algo prioritario que encauzara nuestra vida por el sendero adecuado, o tal vez no; en Halloween vestirnos de monstruos o zombies, según la receta importada made in USA; y ahora, precisamente ahora, comenzado el año hace unos días, toca el frenesí de las rebajas. No es que en las demás épocas del año se nos deje de aconsejar, de una manera sibilina y subliminal como estudian los expertos, que comprar y comprar es el auténtico hilo conductor para alcanzar el ansiado nirvana, pero si que en el periodo de rebajas se lanza todo el material pesado disponible para que la consigna ("compra y sé feliz para que mañana felizmente vuelvas a comprar") sea una constante que mueva nuestro discurrir ciudadano. El caso, sea para este actual o para los restantes que cubren los 365 días del año, es no detenerte un instante, vivir a merced de un patrón que te dice cómo has de comportarte, vestirte, sentir, disfrutar o qué cosa comer dependiendo del periodo que nos toque.
"Vivimos la apoteosis de la mediocridad", es la frase que he leído al vuelo en la contraportada de un periódico que sostenía un caballero, vestido de impoluto gentleman, tras los cristales de una cafetería. Y ha sido, irrefutablemente, esa frase la que me ha llevado a soltarle la anterior perorata, prometo que improvisada, aunque si amasada durante años en los confines de mis entrañas, a mi sufrido amigo, y afín boticario del barrio de Kavaranchel, como ya sabréis, amables lectores, Ramón Ruiz. ÿl siempre me escucha atentamente, asintiendo correctamente a mis soflamas tintadas un cigarrillo tras otro, y suele acabar diciéndome, en ese tono conciliador y cachazudo, escondiendo su ancestral timidez tras sus gafas de miope, : "Todo eso lo escribes y te sacudes la opresión, K. Tu tensión y tu colon te lo agradecerán, palabra" Tiene un monumento, lo juro.
Paseamos por la calle Alberto Aguilera, artería que formó parte de mi primera adolescencia y que ha resistido el paso del tiempo de una forma deseable, camino de la boca del metro. He venido con él hasta esta parte de la gran ciudad porque tiene a un buen amigo dentista al que yo precisaba para darme un repaso a una muela que estaba muy a disgusto dentro de mi boca.
- Con la edad el cuerpo se deteriora, incluso dientes y muelas.
Me dice, con cierta guasa, tras mi frase sobre la fastidiosa erosión de mis piezas dentales. Y es que también, para más inri, soy un enfermo infame, insufrible.
Llegamos a la confluencia con la calle Princesa para tomar el metro en la estación de Argüelles, sin embargo nos encontramos con un nudo de personas que intentan salir y entrar inútilmente. La muchedumbre atrapada en las escaleras de acceso, la mayoría con bolsas en las que destaca la palabra "rebajas", se apiña en un tira y afloja que colapsa la entrada y salida al metropolitano. Todos parecen soportar la situación estoicamente como un "sin remedio" necesario al sabroso descuento que obtuvieron en sus compras.
- ¿Bajamos andando a la próxima estación?
Me sugiere, sensato, Ramón con una media sonrisa impotente.
Una señora, que trata de ganar espacio paraguas en ristre, está a punto de quitarme el sombrero de la cabeza.
- ¡Me cago en ros y me llevo dos! - maldigo, sin poder conocer el rostro de mi agresora.
Unos metros más abajo, liberados del tumulto, se alza sobre nosotros la mole hormigonada del centro comercial. Colgando de su mustia fachada una enorme tela roja ondea al viento: REBAJAS DE HASTA EL 70%.
- ¿Qué mierdas compramos tanto, Ramón?- pregunto malhumorado, sintiendo cómo se desbocan los latidos de mi corazón- Estamos jodidamente locos.
- Compramos la felicidad más barata -me contesta sosegadamente, buscando sus palabras al fondo recóndito de la bulliciosa calle- Decoramos nuestro cuerpo, nuestra casa, la llenamos de novedades con la intención de renovar nuestras vidas, de sentirnos realmente dichosos comprando esa felicidad pronta y rebajada.
- ¿Y...?
Le digo, aminorando el paso.
- ...Y nos estafamos... nos engañamos hasta ese carnaval tan cercano.