
David Darriba Pérez
La luz
Luz, mucha luz. Luz que repta por el filo de las ventanas; luz que inunda mis iris, parece una lágrima, es una lágrima; luz que quema todo aquello que perseguí, se desliza bajo los zapatos: la pisoteo, es escurridiza, escapa, me desafía. Luz perversa, por momentos pervertida, muestra sus fauces de fiera: indomable.
Camino hacia la puerta. El desánimo se ampara en mi mirada ausente. Salgo a la calle… Parece una mañana normal sin serlo, al menos para mí: tal vez lo sea. De mi garganta se descuelga un quejido agarrado al pecho. Cruzo el puente. Es tentador, si bien no poseo la valentía de los románticos. Es posible que tanta cordura me vuelva loco, aunque no tendré esa suerte. Abajo los coches buscan una salida. No, no la hay. Desde aquí da la impresión de ser un hormiguero. Desde aquí, sin embargo, no me considero Dios, sólo una hormiga más, que observa desde lo alto. No creo en Dios; pese a esto, es factible que sea un castigo suyo, como venganza; probablemente la oveja descarriada no merece perdón. Qué más da…
Parece que ya lo veo. Ahora que está más cerca, no lo dudo, es él. Se fija en mí con sus pequeños ojos redondos. Se acomoda en un banco del parque. Es un parque lóbrego; o no. Con certeza sea una sensación causada por la presencia de este hombre. Toca el ala de su sombrero por dos ocasiones como fue lo acordado. Entonces me aproximo. Me siento a su lado. Me mira, lo miro. Pronto retiramos la vista el uno del otro. Levantar la mínima sospecha puede dar con todo al traste. La sombra del árbol vecino me intimida. No, no la sombra, más bien la luz del sol que se escurre entre sus ramas. Luz que me hiere igual que un cuchillo, gotea como el ácido; luz que por momentos me hace desaparecer la imagen del hombre. Sostiene un libro. Lo abre. Un papel doblado asoma entre las hojas. Respiro tan hondo que el hombre lo percibe y me observa por unos segundos. Libera una sonrisa de su rostro y vuelve al libro. Saca el papel delicadamente, con los dedos índice y pulgar, levantando los otros tres, al igual que si se tratara de una batuta. Me lo da mientras coge una pluma negra del interior de su americana. Leo. Quiero escapar; tal vez debiera escapar, pero no lo hago. Me entrega la pluma negra, junto al libro para que me apoye. Me
tiembla el pulso. Releo y finalmente firmo, casi un garabato, sabiendo que eso no cambiará nada. Ya… ya está; no hay vuelta atrás.
Me levanto. La sonrisa se convierte en una risotada estrepitosa. Corro. Bajo el ritmo, agotado. Paro. La luz del sol me da de pleno en la cara. Ahora la deseo: luz que me acaricia; luz que busca mis labios para besarlos; luz clarificadora. Las mujeres me miran con lascivia, se detienen, giran la cabeza, lo sé. Mi traje raído ha cobrado todo su esplendor. De los bolsillos sobresalen billetes que antes no estaban aquí. En el puente ya no soy una hormiga; el mundo ante mis pies.
Sigo sin creer en Dios, pero al fin y al cabo he vendido mi alma al Diablo, a su hijo, a su Caín, a aquél que continuamente llamo hombre. Si esto ha merecido la pena, únicamente lo sabré la próxima vez que me reúna con él.