David Darriba Pérez
Ecos atlánticos
En un alarde de superación afianzo la vista más allá de las olas, no hacia arriba, sino hacia abajo, para conseguir el prodigio de que mis ojos penetren tantas capas de agua. No lo consigo, aunque sin lugar a dudas ahí habitan los peces, mudos, persiguiéndose los unos a los otros para su supervivencia, avanzando entre las algas chaconeras y las rocas ancladas al fondo. Esta nueva realidad que perfora mi cráneo, existe en lo más oscuro de las profundidades. La ausencia de luz engendra la ausencia de colores. En cambio, aquí en la orilla llego a ver unos pequeños peces, casi en los médanos, rompiendo su parálisis para salir veloces vete a saber dónde.
La humedad, el tiempo desapacible, agarrotan mis músculos atándolos más todavía a los huesos. Decido regresar a casa difuminándose el mar entre los silenciosos terruños abrigados por maizales y menta. Los eucaliptos que salpican el pinar se abren ante mi vista como gigantes heridos: sus cortezas hechas jirones por las que suben y bajan las hormigas; las hojas caídas donde queda atrapado el polvo; esas ramas que amenazan con romperse, acogen mi presencia.
Entrando en el pueblo llega a mi nariz el olor a rastrojos quemados. Es un olor inalterable por muchos años que deje de venir aquí. Los hórreos más antiguos parecen desmontarse como rompecabezas. En uno de ellos ni siquiera existe ya la techumbre, aunque las hierbas que crecen en el cielo de sus paredes parecen querer sustituirlo. Dependiendo de la hora del día, la sombra de las dos cruces que aún conserva se proyectan en el suelo como si se tratara de un camposanto o, incluso, de espectros que reclaman su lugar. Adentrándome en el casco viejo me topo con la antigua iglesia. También le falta el tejado. Bueno, ahí continúa, pero completamente hundido. A veces pienso que la quieren dejar caer como a las casas decimonónicas que la rodean. Varias han desaparecido por completo y otras ya no son más que esqueletos donde crecen árboles y zarzas para que vuelva a haber vida. Un puercoespín permanece agazapado a los pies de su puerta principal. No es difícil verlos por aquí, alejándose unos cuantos metros del campo, y así venir más de uno a morir bajo las ruedas de algún coche. Está asustado, erizando sus púas al acercarme y no se moverá hasta que me marche. Prosigo, por lo tanto, mi camino.
Me meto por las callejas más estrechas del pueblo. Es una forma de respirar sus piedras negras y como consecuencia, su historia. Paso una de mis manos por el verdín que crece en ellas y me gusta pensar que es el mismo que tocaba de pequeño; quizá lo sea… La oscuridad de la noche ya comienza a arrullar bajo las ventanas y no tardará en aparecer la amarillenta luz de los faroles. Es el instante en el cual este lugar cobra toda su magia. En el silencio, el viento parece traerme la voz de seres mágicos; siluetas de hombres antiguos hacen acto de presencia entre los claroscuros; ecos de pasos redoblan entre la soledad y los gatos quedan estáticos por mi presencia mientras me desafían con sus ojos brillantes. Yo también quedo estático, aquí, sobre la gran roca en la que se levanta la casa que da color a la noche con sus vidrieras.
Por último, enfilo hacia el paseo marítimo. Casi al final, pasando la plaza, se ve la calle donde se encuentra mi casa. A sus espaldas se descubre una continuación del casco viejo sesgado por edificios modernos. Algo así como una extremidad que se alarga con la intención de acariciar el mar tan cercano y bravo. Con las llaves en la mano, al igual que un taxidermista, conservo en mi retina este horizonte, en mi nariz estos olores y en mi memoria el algoritmo que me permita hallar los pensamientos perdidos de mis ancestros. El portal, de nuevo, ha vuelto a quedar abierto.