Javier Yuste
Ikea museístico
El otro día, y sin mayor interés por mi parte, leí una noticia en la que el Museo provincial de Pontevedra se felicitaba, echando mano de sus datos estadísticos, por el registro de un récord anual de visitantes durante el pasado 2022, aunque sin ocultar que el aporte mayoritario de entradas lo conformaban varios rebaños de rumiantes/estudiantes en trashumancia desde sus centros escolares. Museo provincial de Pontevedra que, en la práctica, se ha visto reducido al moderno edificio Castelao y a su anexo en el antiguo colegio de los jesuitas (edificio Sarmiento), que crean un ambiente con el mismo atractivo que el almacén/tienda de Ikea.
No estoy aquí para discutir los puntos llamados fuertes, que los tendrá, de esta nueva concepción expositiva a nivel pedagógico y didáctico, así como la amplitud, movilidad y diversidad de espacios que permite. Yo sólo voy a expresar mi nostalgia por las constantes visitas que hacía a los edificios Castro Monteagudo y García Flórez, hace ya tanto tiempo cerrados "temporalmente" que ni recuerdo el año (porque siguen cerrados, ¿verdad?); lugares en los que siempre se descubría un pequeño detalle que se había quedado oculto en un recodo, a la espera de sorprender al visitante veterano. Recuerdo aquella senectud enraizada, aquellas estatuillas y piezas egipcias, romanas y griegas con las que uno era saludado nada más entrar; como recuerdo también aquellas vitrinas cargadas de plata traída de todos los puntos del orbe. Recuerdo ese Rubicón formado por el jardincillo y el puente de arco, y acceder a un pasillo y salas con una magnífica colección de joyas de azabache que era preludio a unas estancias donde uno no se extrañaría de chocar con el fantasma del brigadier Casto Méndez Núñez. Recuerdo la recreación de su cabina en la fragata Numancia tan bien como aquella cocina del s. XVIII y la miríada de soldaditos de plomo tras un cristal. Entrar en aquellos lugares era como hacer un apacible viaje en el tiempo. Incluso no molestaba descender hasta un inframundo de humedad fuertemente impregnada en las paredes, y admirar a un San Telmo sin mar a la vista y rodeado por sus exvotos.
Recuerdo, recuerdo, recuerdo.
Eran recoletos espacios, dotados de su propia historia, donde todo parecía encajar como piezas de un reloj que dotaba de vida al museo, a pesar de su naturaleza silente e inerte.
Cierto es que aquellos edificios Castro Monteagudo y García Flórez, de los que se hablaba sobre su rehabilitación, no eran accesibles para personas con movilidad reducida, sus pasillos podían resultar asfixiantes y sus condiciones de luz y temperatura distaban de ser las apropiadas; todo esto y mucho más, pero fueron sustituidos por el Castelao, por miles de metros cuadrados dispuestos para exposición que repelen por su frialdad y, su aspecto de almacén; en definitiva, por su falta de sabor añejo. Cuando visito el Castelao no me siento cómodo y hasta dar con la salida es motivo de alivio ante la hostilidad que se siente mutua. Espacios enormes de paredes prácticamente vacías entre el hormigón desnudo; una sensación de insustancialidad y mudez que se extiende hasta el propio colegio de los jesuitas. Tanta superficie que apenas parece albergar nada en comparación con lo que se podía admirar en los viejos edificios, de los que sólo se ha trasladado una ínfima porción.
Esta concepción, que no es exclusiva de Pontevedra sino común a todos los museos de factura moderna, está privada de alma, como si se accediese a un cementerio de lápidas sin nombre.
No sé ustedes, pero mi sensación en este Castelao como en otros que he visitado en distintas ciudades, es la misma que me despierta una visita al Ikea de Coruña (el único que conozco), una vez superado el puesto de café y perritos calientes veganos tras aparcar el coche en su subterráneo.