Literatos (8ª parte)

22 de noviembre 2022
Actualizada: 18 de junio 2024

Aquel viernes era el del evento. Me había comprado un par de trajes en la tienda recomendada por Batuecas que me costaron casi el primer sueldo. Eran del corte menos estrambótico que pude escoger entre la gama de colores chillones, extraños, de solapas tanto enormes como diminutas, incluso sin solapas también

Aquel viernes era el del evento. Me había comprado un par de trajes en la tienda recomendada por Batuecas que me costaron casi el primer sueldo. Eran del corte menos estrambótico que pude escoger entre la gama de colores chillones, extraños, de solapas tanto enormes como diminutas, incluso sin solapas también. Nunca me preocupó la moda por lo que no estaba dispuesto, por mucho que me dijera el gordo, a ponerme algo que me hiciera sentir ridículo. Escogí el más atrevido de los dos trajes y lo conjunté con una camisa blanca y una corbata con pretensiones culturetas (estampada con los títulos de las obras más sobresalientes de Shakespeare). Inigualable.

Llegué a la estación de metro con tiempo suficiente; la casa de Batuecas estaba al lado pero antes quería tomarme un pelotazo en el bar de la salida de la estación. Decidido, cuando alcanzaba la acera para dirigirme al bar, alguien me llamó por mi apellido, cosa bastante inusual.

— No creo que me recuerde, -me interpeló un tipo bajito de bigote ridículo y calvo como una bola de billar- soy el padre de Justino.

Sí, ahora le recordaba. "…Viene usted a la charleta", me había dicho en un tono tan socarrón como acostumbrado en la puerta del Ateneo.

— ¿Iba usted a entrar? Pues tomemos algo, le invito.

Me dijo tomándome del codo con familiaridad.

Lo último que deseaba es que alguien me interrumpiera mi coñac con cola, sin embargo, como me ocurre siempre, me dejé llevar incapaz de decir "no".

Se pidió un café cortado "con leche muy caliente". Me insistió en que nos sentásemos en una mesa. Parecía algo nervioso, inmerso en una ansiedad que le hacía mojarse los labios insistentemente. Me quedaba algo más de media hora pero me coloqué en un lugar de la mesa desde donde divisaba la entrada al portal de Batuecas; no quería llegar de los últimos porque conocía la manía de la puntualidad del gordo.

— Sé que usted es buen amigo de mi hijo -comenzó, dándose unas pasadas con la mano por un cabello inexistente- y que comprenderá mi intranquilidad de padre porque usted es recto y equilibrado, cosa opuesta a Justino y más desde hace unos meses. Y lo digo por la lagarta esa con la que sale, la que trabaja en la misma casa que usted, señor.

Volvió a repetir mi apellido.

Le contesté que ella ya no trabajaba allí. El coñac-cola estaba bastante cargado con lo que al primer trago sentí la agradable tibieza del alcohol hermanándose con mi sangre.

— Ah, claro. Así se explica que ahora el gachó salga más de la cuenta -se dijo posando la vista en el meneo de su cucharilla- El caso es que estoy muy preocupado. Le escuché por teléfono, mientras hablaba con la fulana esa, que hoy el jefe de usted daba un cóctel por un motivo que poco me importa. Lo que sí me importa es que decían algo sobre una cajita que querían apropiarse y que anda precisamente en esa casa en la que usted trabaja. ¿Ve usted por dónde voy?

Lo que sí sabía en ese momento, aunque no me pillaba por sorpresa, era que Justino era el bocazas más cretino que me había echado a la cara.

— He estado como un pasmarote esperándole a usted junto a la boca del metro para que me ayude a parar esa locura en la que anda metido mi hijo. ¡Todo por culpa de esa zorrita que se le ha cruzado en el camino!

Tobías, que era como se llamaba el padre de Justino, se estaba alterando y metiéndose en un jardín que no me interesaba. Traté de convencerle asegurándole que hablaría con su hijo para que cambiara sus planes, incluso para que dejara la nociva relación con Lourdes. Pero el padre, aunque me ratificó lo mucho que confiaba en mí, parecía más dispuesto a intervenir por su cuenta que a dejar que yo me encargara. Si bien sostuve que su hijo no estaba invitado al evento de Batuecas, él no acababa de creerme. Estaba claro que esperaría a Justino en los aledaños de la casa para abordarle y montarle un pollo. Menos mal que, si todo iba por su cauce, ni él ni Lourdes debían acercarse por allí, pero me quedaba la duda debido a la estupidez manifiesta de la pareja.

— Me he pedido la tarde libre en el Ateneo para atender este asunto de la forma más contundente. ¿Entiende mi desesperación?

Podía entenderla y más conociendo al botarate de su hijo. Lo que no podía conocer todavía era de la importancia que tendría la aparición de Tobías aquella tarde.

Antes de despedirnos, volví a recalcar mi entera disposición para intervenir en el asunto. Tobías me lo agradeció servilmente (hasta me hizo una reverencia al más puro estilo oriental), sin embargo le vi cruzar de acera y colocarse entre unos furgones con vistas al portal en cuestión.

Mientras caminaba al portal, encendí un pitillo (ahora fumaba rubio americano). Estaba claro que el tema de la cajita mágica estaba en boca de más personas de las que cabía esperar. Sabía que estaba rodeado de un grupo incontinente y temerario, pero hasta mis cálculos se quedaban cortos. ¿Cuántas personas más sabrían de nuestras intenciones? ¿Cuántos, una vez realizada la operación, reclamarían ganancias? ¿Quién no nos chantajearía esperando beneficios pingües? Me detuve un instante, vigilando por el rabillo del ojo la ubicación de Tobías, para meditar sobre mi situación actual. Joder, no estaba tan mal ahora. ¿Qué razón tenía para involucrarme en un robo tan chapucero? Ahora vivía bien, tenía de sobra mis necesidades resueltas, mi trabajo, aunque aburrido, me procuraba un bienestar que jamás pude imaginar. ¿Qué pintaba yo en todo aquel berenjenal?

En el ascensor (ya se me había autorizado a subir y dejar el montacargas) me topé con dos invitados. Hablaban de libros, en concreto de uno que había publicado el más joven de los dos, el cual tenía una buena aceptación entre los lectores. "La crítica tampoco te ha sido desfavorable. Recuerda lo que dijo del libro Julio Prieto.", le decía el mayor al joven. Me di cuenta de que me quedaba extasiado. Un libro de éxito. Mi novela en todos los escaparates. Premiada, alabada, exprimida de cientos de ediciones. Cuando noté que me observaban curiosos por la epicúrea sonrisita que me colgaba en el rostro, volví a comprender la razón esencial que me movía en todo este tinglado. "La puñetera vanidad de todos los literatos", les dije jocoso al cederles la salida del ascensor.