Kabalcanty
Un asunto de mal olor (7ª parte y última)
La cercanía de la sombra dulcificó su rostro. Unas lágrimas intermitentes escurrían por su cara a la vez que sonreía con la mirada queda. La oscuridad jugueteaba con inflados contornos de relieves caprichosos que oscilaban o, quietos, se desvanecían en la antesala del saloncito. Leire, con la mano alzada, señalaba indecisa a una u otra forma veleidosa susurrando algo ininteligible. Optó por incorporarse y avanzar despaciosa hasta fundirse con el espacio lúgubre dando vueltas sobre sí misma, desplazándose a ambos lados, quedándose estática para abrazar grumos de oscuridad que simulaban escurrirse entre sus brazos en un enlazamiento vano. Sin embargo, su vehemencia no cedía y siguió moviéndose antojadizamente, alejada de lo que ocurría a su alrededor.
Los agentes municipales, tras varias llamadas y exhortaciones, bullían en el exterior de la vivienda. Se escuchaban voces autoritarias ordenando, rodeadas de un murmullo vecinal que iba en aumento. La sirena de un camión de bomberos enmudeció por unos minutos el ajetreo de la escalera del edificio y el alboroto pasó a la calle.
— Señora Leire, le ruego que abra la puerta -decía la voz de Antonio, el portero, que se había acercado a la puerta, aprovechando que los demás se trasladaron a la calle, para susurrarle- No se puede usted imaginar el follón que se está liando aquí fuera. Abranos la puerta, mujer, y le prometo que le molestarán lo menos posible. Por Antonio Guerrero Majano, que me llamo, se lo juro.
Fueron escuchándose sirenas de policía, ambulancia y servicios de emergencia civil. La calle era un hervidero y desde los balcones y ventanas los vecinos más curiosos escudriñaban las ventanas de la casa en cuestión. La mayoría, pertrechados con sus teléfonos móviles, apuntaban a las ventanas en espera de alguna novedad.
Pero la casa permanecía en penumbra, sólo la luz de la cocina. El cuerpo del detective, rodeado de toallas ensangrentadas, tumbado bocabajo, aparecía iluminado en parte por el resplandor de la calle. Sus cabellos y su barba, en su amasijo rojizo, se pegaban al entarimado como si fuese alguien sin rostro, como si su faz estuviese incrustada en el suelo observando al vecino de abajo.
Leire, ajena a todo, encontró un asidero volátil. Con su mano suspendida, se agarraba a una densidad oscura y avanzaba hacia el pasillo. "Necesito tu calor, mamá, tu comprensión, tus palabras.", iba diciendo en voz baja, mirando hacia arriba, buscando un rostro que sólo era negrura. Ahora no escuchaba ninguna contestación. Dio un tropezón al chocar con una de las lámparas de pie que quedaron en el camino tras su barricada para asegurar la puerta. Pero volvió a su posición con presteza y una agilidad sui géneris, impensable unos minutos antes. Engarzada a una mano imaginaria, tomó el pasillo para dirigirse a la zona más sombría. El olor nauseabundo se incrementaba a medida que avanzaba. "Ahora no me hablas, mamá. Estarás enfadada, supongo. Pero iré junto a ti y estoy segura que volverás a perdonarme. Siempre me perdonaste y ahora imploro que lo hagas de nuevo, mamá." Leire susurraba sin quitar la vista en las alturas, sujeta a una mano vaporosa, obnubilada, arrastrando los pies a un destino inquebrantable.
Cuando llegó al punto deseado, se soltó de la presencia para agacharse y ponerse a trastear con el entarimado. Intentaba meter las uñas entre las juntas de la madera. Jadeaba, maldecía, mientras lloriqueaba como una niña que no puede alcanzar su deseo más apreciado. Se levantó para correr hacia la cocina. Revolvió los cajones hasta que halló un enorme cuchillo. De regreso, escarbó con el cuchillo la junta y la madera comenzó a chirriar quejosa. Encorvada, entusiasta en su tarea, le refulgían los ojos destacando en la oscuridad. No parecía importarle la pestilencia, ni el ruido de la calle, ni las suplicas del portero, que lo había intentado en varias ocasiones más, Leire era una mujer entregada a una causa que postergó años atrás, un proceso de destrucción que quiso y no quiso, que luchaba en su interior desde la memoria y a través de su soledad. "Mamá, nunca debimos separarnos. No supe vivir sin ti. Mamá, estoy aquí.", decía mientras seguía infatigable levantando el entarimado.
Levantó la tercera madera. Una vaharada, más maloliente aún, salió de la cavidad. Leire tuvo una serie de arcadas que acabaron en un vómito. Se había incorporado y, apoyada en la pared, tosía mientras las náuseas la sacudían. Luego fueron disminuyendo a medida que ella se concentraba en una especie de salmodia que canturreaba asintiendo. Se agarraba el pecho, como si se sintiera asfixiada, y repetía: "Mamá, estoy contigo." Acto seguido, trató de introducirse por la oquedad. Metió primero las piernas mientras peleaba con su cuerpo para abrirse paso. "Mamá, estoy aquí, sí, aquí", decía en cada empellón. Tenía más de medio cuerpo dentro, cuando se detuvo en seco. Pensó unos instantes. Volvió a salir del agujero para correr por el pasillo hasta la cocina. ¡Allí estaba el teléfono móvil! Cuando lo guardaba en el escote, escuchó cómo se rompía un cristal. Se escucharon unas pisadas lejanas y unas voces entrecortadas. Leire corrió desenfrenada hacia el hueco.
— Señora, somos los bomberos. No se asuste, sólo queremos ayudarla.
Tres bomberos campeaban por el saloncito portando unas linternas.
— ¡Hostia, tú! -exclamó uno de ellos desequilibrándose y dirigiendo su linterna- ¡Hay un cadáver aquí!
— Vamos, Tony, abre la puerta de la casa que entren los policías -ordenó el que parecía de más rango.
Leire ya tenía todo el cuerpo en la cavidad. "Noelia siempre te amaré", dijo antes de desaparecer por el hueco. Se escuchó un deslizamiento ardoroso acompañado de unos jadeos que cada vez fueron haciéndose más lejanos. Muy lejanos. Apenas un roce. Silencio. Oscuridad.
Por la puerta de la casa entraron multitud de agentes, sanitarios, bomberos. En segundos, la casa se hizo bulliciosa, mundana. Agolpados en el quicio de la puerta varios vecinos curiosos observaban el panorama.
— Es cojonudo el pestío que hay en la casa, ¿eh? -dijo un vecino calvo tapándose la nariz.
— Si lo mismo además de rara era guarra -añadió una mujer sacudiéndose con un abanico.