Manuel Pérez Lourido
Calor y calypos
En medio de la más furibunda ola de calor de este verano, tuve una idea genial. En realidad, solo fue una frase genial, que mascullé delante de mi señora formando parte de una queja genérica contra la climatología. Dije que teníamos que comprar calypos para plantar cara al sofoco. Y esa noche, cuando me levanté para meter la cabeza en la nevera buscando un poco de alivio, me encontré con una caja de ellos. En ese instante renové los votos del día de mi boda. Luego me abalancé sobre la caja. Había cuatro o cinco y no eran todos de limón, como mi torpe conocimiento de la industria del hielo envasado había deducido. Como soy de ideas fijas, abrí el de limón y me fui a comerlo a la terraza. Vale, mi terraza es un humide cubículo donde tendemos la ropa y que tiene un ventanal al exterior. Es el perfecto sucedáneo de terrraza en un edificio desprovisto de terrazas.
Me puse a mordisquear el hielo y a soñar con paraísos acuáticos donde el agua, tan cristalina como fría, te envía de golpe a la felicidad absoluta. Al poco estaba chupando el cartón, que es la única manera de comer este helado con cierta decencia, y poniéndome perdido de churretones. Pensé entonces que aquello era como cuando de críos se nos ofrecían delicias heladas después de una intervención de amigdalas, un procedimiento que la seguridad social en tiempos del Caudillo abordaba con todo el aspecto de una carnicería (aún tengo en la retina los manchurrones rojos en la bata del médico). "Mejor esto", suspiré chupeteando cartón.
El calor era un presencia opresiva, como la atmósfera en la nave Nostromo de "Alien, el octavo pasajero", y siguió así toda la noche. No me quedó más remedio que arrastrar mi insomne y maltrecho organismo una y otra vez hasta el frigorífico, en tantas ocasiones como calypos había en la caja. Tras el de limón, fui probando el de cola, el de naranja, el de fresa. Creo recordar que había otro más, pero seguramente fue una apreciación bajo los efectos de una severa intoxicación de colorantes. Ahora escribo esta crónica pensando dejar constancia a las generaciones venideras de nuestros rudimentarios métodos para inflarnos de helados.
Por cierto, si está usted intrigado/a por la grafía usada para nombrar dichos helados, allá usted.