Kabalcanty
Un asunto de mal olor (2ª parte)
Desde el autobús nocturno disfrutaba viendo la soledad de las calles. Al igual que le pasaba con el bullicio diurno, también el silencio y la oscuridad le invitaban a degustar intrigas fantasmales que ella misma dejaba crecer en su cabeza con la connivencia de la noche. Relatos maravillosos que nunca ocurrían a ras de suelo. Pero aquella madrugada sentía que algo iba a pasar que nada tenía que ver con sus entelequias. Bueno, algo sí tenía que ver. Un deseo que podía hacerse realidad. "Noelia", musitó entornando los ojos.
Los primeros martes de cada mes salía de casa para acercarse al hipermercado 24 horas que había en el extrarradio de la ciudad. Le bastaba esa compra para tener lo suficiente para el resto del mes. Tenía cogida la hora en la que pasaba el búho-bus por la parada cercana a su casa al igual que la situada casi en la puerta del comercio. Esa salida mensual, prácticamente la única vez que pisaba la calle, la aprovechaba al máximo viendo de cerca lo que intuía o imaginaba desde la ventana de su casa. Llegaba a la conclusión que era mucho mejor lo que imaginaba. En esas madrugadas, disfrutaba de ello sin la molestia de las apreturas del bullicio del día, en silencio, y escogiendo en cada recodo, producto o acera la demora que considerase oportuna. Le gustaba el sosiego, la delicada morosidad que merecía lo que a Leire le llamaba la atención.
Ejemplo de ello era la cajera morenita del puesto 7. Disimulando, siempre observaba detenidamente su perfil terso, su ojos bajos, pesados de timidez, su voz apenas perceptible. Llevaba tres años siguiéndola con la mirada, los tres años desde la muerte de mamá. Siempre pagaba en su puesto, el 7, el bonito 7, y sabía que se llamaba Noelia por la placa roja con letras doradas que prendía de su camisa de trabajo. No se había dirigido a ella a no ser por cualquier formalidad de la compra. "En efectivo o con tarjeta", la escuchó tantas veces decir evitando sus ojos. Deseaba entablar alguna conversación, por trivial que fuera, darle a entender de alguna forma que para ella era algo más que una simple cajera. Pero no se atrevía. No se consideraba tan tímida como parecía ser Noelia, sin embargo no hallaba el empuje necesario para romper el hielo, y eso que de madrugada, en esos martes de compra, había poca clientela y la mayoría de las veces nadie esperaba turno tras ella.
Aquella madrugada Leire estaba decidida. Tras la cena en casa, se tomó dos copitas de anís, de esa marca que a mamá tanto le gustaba, y se notaba con el arrojo necesario. Esperó, al igual que en otras ocasiones, a que el puesto 7 estuviera despejado, libre de algún pesado de compra inmensa y con la ausencia de algún encargado de turno. Fue poniendo los productos en la cinta con dilación. Sabía que Noelia esperaría a que depositara todo en la cinta para comenzar a pasarle los códigos por el lector. Ella era educada y no como otras que amontonaban la compra al fondo de la cinta sin la menor indulgencia con el cliente.
Eso mismo le dijo a la cajera envuelta con la más cordial de sus sonrisas.
— Se nota que eres una persona con empatía y eso deberían valorarlo mucho tus jefes, Noelia. ¿Lo hacen?
La joven, al escuchar su nombre de pila con tanta familiaridad, se turbó. Se sonrosaron sus pómulos mientras de entre sus labios salía un estrecho "no".
— ¿Quieres decirme que estás en la misma categoría que la cajera del 6, esa que es más basta que el tabaco y que parece detestar a todos los clientes? -Leire se había acercado a la cajera confianzuda, apoyándose en el filo de la cinta transportadora. La contemplaba con embeleso dejando caer sus palabras como un perfume cautivador- Tal vez yo podría mejorar de alguna manera esa injusticia. Me refiero a poner alguna reclamación en la tienda o dar mi opinión como cliente a algún jefe de personal.
Noelia se sentía abrumada. Sostenía el primer producto paralizada ante el lector de precios.
— Se lo agradezco, no es necesario. -dijo la cajera.
— Incluso podría ofrecerte un puesto en relación a tu categoría. Sería tu oportunidad para salir de este sitio abominable.
Leire se atrevió a soltarlo. Lo tenía pensado desde hacía meses pero nunca supuso que se atrevería.
— Sería como lectora de poesía. -dijo con un aplomo que rebasó todas sus perspectivas. "El jodido anís hace milagros", debió pensar a juzgar por el lapsus que le hizo llevarse la mano a los labios.
Noelia esta vez la encaró sin llegar a comprender. Con el rostro encendido, observando inquieta su alrededor, la cajera trataba de asimilar lo que aquella clienta le proponía.
— No quiero que me contestes ahora mismo -comenzó a decir Leire al rescate- Lo piensas y me lo dices. Lo que sí te puedo decir es que doblarás el sueldo que ganas en este sitio inadecuado para tus facultades, Noelia.
— Pero….pero…. ¿en qué consistiría mi trabajo? -preguntó la cajera todavía con el primer producto en la mano.
Leire se retiró hasta su carro de compra. De pronto se sintió absurda, fuera de lugar, como si los efectos del anís se hubieran disuelto en un soplo gélido de realidad. No se atrevía a mirar a la cajera como unos instantes antes. Deseaba pagar y marcharse para encerrarse en sus cavilaciones.
— Le agradezco mucho -dijo Noelia vacilante- su interés, señora. Le digo de verdad que me ha hecho mucho bien.
Leire le dedicó una sonrisa toda adoración. Sin embargo, se mantuvo en silencio colocando los productos en su carro. Estaba inquieta por dentro, casi como una colegiala, desojando cómo dejarle su recado. Tras pagar, notando cómo la cajera la miraba con un detenimiento que nunca hubiese imaginado, le escribió en el ticket de compra su número de teléfono. Noelia lo guardó a hurtadillas vigilando su alrededor.
En el búho-bus de regreso no dejaba de darle vueltas a su audacia. ¿Se precipitó? ¿Había parecido su propuesta algo intangible, obra de una loca? ¿La llamaría o preferiría olvidar? Sabía que lo volvería a intentar el mes que viene ayudada por esas dos copitas o las que hicieran falta.
El autobús dobló para desviarse de la incorporación a la autopista de circunvalación. Los faros de los coches, escasos a esa hora, eran luciérnagas que se perdían bajo el desvío. El calor poblaba algunos bancos del Parque Oeste con intrépidos durmientes que dormitaban boca arriba. Leire no imaginaba nada, escuchaba la voz melosa de Noelia entre el zumbido del aire acondicionado del bus.