David Darriba Pérez
Impasible
Si cualquiera me preguntase si conozco a una persona más serena que tú, mi respuesta sería "no", tajante, sin ningún tipo de añadido. Al quedarte en la ruina me miraste fijamente mientras te ajustabas la corbata, con una sonrisa de lo más natural y diciéndome si pagaba el almuerzo, que había cambio de planes y tú no podrías invitarme tal como me prometiste con anterioridad. Luego, pasando tu brazo sobre mi hombro de camino a la cafetería, me ibas contando que los negocios son así, que unas veces se gana y otras se pierde. Pero tú perdiste todo, absolutamente todo y, aun así, sabías que tarde o temprano lo volverías a recuperar. Aunque lo deteste, siempre admiré tu sangre fría y el que seas un ganador nato. Sí, me parece detestable porque para ser un triunfador en este tema del dinero, es inevitable carecer de escrúpulos, lo que viene a ser alguien al cual no le importa pasar por encima de quien sea; sé que si fuera necesario también lo harías por encima de mí. En el amplio sentido de la palabra, en eso consiste la competitividad y no seré yo el que te lo reproche. De momento he salido indemne, ya que nunca me interpuse en tu camino.
¿Recuerdas el día que me asegurabas que yo no llegaría a nada en el mundo de los negocios? Tenías razón. Bueno, siempre lo supe; no es un secreto, ¿verdad? Tampoco me ha quitado el sueño e incluso estoy contento por ello pues, como te comentaba, es algo que detesto. Volviendo a ti es sorprendente cómo pudiste lograrlo. Te levantaste de la nada para de nuevo ser uno de los hombres más poderosos de la ciudad. Todavía no he averiguado cómo demonios fuiste capaz de remontar. Ni me preocupé por preguntártelo porque bajo ninguna circunstancia me hubieras respondido. Ése es uno de los motivos de que seas un ganador y, con sinceridad, prefiero mantenerme en la ignorancia. De saberlo, es casi seguro que terminaría rota nuestra amistad. No vamos a negar que ésta es como un juego, tal vez basada en el miedo o, cuanto menos, en saber qué puesto le pertenece cada uno. Asumo mi papel de vasallo... Hay quien a esto no lo considere amistad y probablemente tenga razón.
Cumpliste con tu palabra y me invitaste a almorzar. Eso fue lo primero que hiciste nada más salir del hoyo. Y no en esa cafetería a la que le cojean las patas de sus mesas. Fuimos a una donde todo era lujo y sus camareros te agasajaban con una exquisita atención, ¿recuerdas? No, no lo creo. Tú estás acostumbrado a estos sitios y aunque posees una memoria prodigiosa, son detalles, imagino, nimios para ti. He de confesarte que prefiero las cafeterías humildes: no me siento observado y no me gusta sentirme observado. Y no voy a negarte que como excepción no sea una experiencia gratificante.
El miércoles regreso al lugar del que me sacaste; ya falta poco... Sé que otro no me hubiese dejado marchar y que debo agradecértelo. Me diste una oportunidad y no es que no haya sabido aprovecharla. Simplemente, no puedo o no quiero. Sí, tendría que haberlo pensado desde un principio; sin embargo, el fogonazo de verme prosperar fue más que tentador y quedé cegado. Me iré como llegué, sin hacer ruido y respirando muy hondo antes de montar en el vagón. Ni una sola vez me verás coger el último tren, querido amigo, por si lo pierdo.