David Darriba Pérez
El parlamento de los fantasmas
Es un castillo lúgubre ubicado al sur de Inglaterra. En ocasiones sus atalayas quieren escapar de la niebla que con frecuencia envuelve la zona. Ningún pendón ondea ya en lo más alto aunque, de vez en cuando, el condado iza su bandera para alguna fiesta o conmemoración. De deliciosos matacanes ornamentados; espectacular patio de armas en donde se descubren las caballerizas; foso del que se cuentan truculentas historias y ese pozo, ahora seco, que encierra misterios más allá de toda lógica... Un débil sol pretende colarse por las saeteras pero la negrura sigue reinando la fortaleza.
Sir William, alto, elegante y de un pelirrojo bigote estilizado, discutía de forma acalorada con Ayrton, un ser ridículo de ojos redondos como los de una lechuza que parecía olisquear cada rincón con su larguísima y afilada nariz. Completamente de negro, desde la túnica al resto de la vestimenta a salvedad de su sombrero de ala ancha color azufre, escuchaba a sir William con gestos burlones.
‒Es imperdonable lo que me hiciste ‒dijo sir William‒. ¡Acabar con mi vida en el instante que nuestro ejército asediaba la ciudadela enemiga! No dejarme gozar de ello fue un acto vil. Yo, que siempre me he debido a nuestro rey y tan pocas alegrías le pude dar, y tú, miserable, me pasas a cuchillo cual cerdo.
‒Ay, viejo amigo ‒respondió Ayrton con una sonrisa perversa‒, yo tampoco salí muy bien parado de esa rebelión. Ser descuartizado mientras caía una mano por acá, un pie por allá, así poquito a poquito, créeme que no es plato de buen gusto. Antes de que me arrancasen los ojos vi mis orejas ser pasto de las alimañas... ¡Me pongo enfermo al recordarlo!
‒¡Y yo hubiese arrancado tu lengua viperina sin piedad!
Volaron lanzas y espadas ante semejante discusión, hasta que intervino fray Horatio:
‒Calma, calma, señores... Ha pasado mucho tiempo de aquello y buena virtud es el perdón o, al menos, el dejar de enzarzarse como perros cada vez que se cruzan por los pasillos. Yo tuve una muerte digna y no pretendo dar lecciones. El paso de los años es inexorable y mi único sufrimiento, que no es poco, consistió en estar durante meses postrado en mi lecho. El peso que tanto me costó acumular sirviendo de religioso lo perdí de un plumazo. Mis manos huesudas y temblorosas a penas eran capaces de sostener un cuenco de sopa. Luego el debilitamiento fue tal que, en un momento dado, la noche trajo la oscuridad sin ya llegar a ver la luz de la mañana. Pero desperté en esta otra vida y, aquí me tienen, ágil y feliz como nunca, hasta que, claro está ‒dijo dirigiéndose primero a sir William y luego a Ayrton‒, vos y vos, insisten en perturban mi descanso con sus ladridos.
‒Esto es inaceptable. Si me disculpan, señores ‒dijo levantándose sir William‒, voy a retirarme a mis aposentos.
Sir William, descubriéndose la cabeza, hizo una reverencia a los presentes (especialmente a su reina Gladys allí presente), a excepción de Ayrton al que dio la espalda por segunda vez desde que fue asesinado a sus manos. Tomó como atajo una de las paredes y al atravesarla se apagaron dos velas de uno de los candelabros.
‒Me temo que se ha enfadado ‒comentó Elise.
‒Pues me da igual ‒dijo fray Horatio‒, creo que va siendo hora de ir dejando las cosas claras. Muchos siglos llevamos aguantando esto y todo tiene su límite.
‒Como si no tuviéramos motivos para quejarnos los demás ‒intervino Gladys pegando su cara a la de Elise mientras daba vueltas a su alrededor‒. ¿Verdad, Elise? ¿Verdad que aquí cualquiera tenemos derecho a quejarnos, concubina del diablo? Pero aclárame... ¿Realmente disfrutaba mi señor el rey con tus servicios? Porque es algo que me preguntaba cuando a escondidas te veía cual yegua desbocada sobre mi esposo...
‒Bien sabe su majestad ‒interpuso Elise‒, que era mi forma de vida. A su esposo el rey es a quien tuvo que pedir explicaciones antes de poner arsénico en mi copa. Ni a mipeor enemigo hubiese deseado tal fin: los terribles dolores fueron seguidos por un entumecimiento de las extremidades que...
‒¡Basta, basta, basta ya! ‒gritó fray Horatio‒. ¡No volvamos a empezar! Harto... ¡Harto me tienen con sus lamentos y sus quejas! De inmediato hago el equipaje y me vuelvo a la abadía en la que tan contento plantaba mis coles y zanahorias... Fray Horatio, con su salida de la estancia, hizo apagar otras dos velas.
‒Al final nos quedamos a oscuras ‒se quejó Ayrton‒. Yo también me voy. Me aburro y es hora de visitas al castillo. A ver si encuentro algún turista al que asustar y por lo menos paso el rato.
A la media hora de marcharse entró otro fantasma al que nadie conocía. Vestía pantalones cortos y anchos, una camisa floreada y sus pies lucían unas sandalias polvorientas. Miraba extrañado alrededor, con una desazón que podía hacerse visible en el rostro y que le producía unos temblores en la totalidad de su etéreo cuerpo. No sentía miedo, era auténtico pánico, y ni siquiera era aún capaz de sentir resignación.
‒¿Y éste quién es? ‒lanzó Gladys al aire.
‒Un simple turista ‒respondió el nuevo aparecido‒. Iba tan tranquilo con mi grupo hasta que he visto a un fraile arrastrando un baúl, andando a un metro del suelo y emitiendo unos espeluznantes alaridos. Y claro, mi pobre corazón recién operado no lo ha resistido. Si ya me decía mi mujer que aún era muy pronto para salir de viaje; que el médico me recomendaba reposo... Y oigan, ¿qué se supone que debo hacer ahora? No me esperaba terminar así mis días y estoy un tanto despistado. No se imaginan, ni por asomo, el calvario que estoy sufriendo en estos minutos...