Valentín Tomé
Res publica: La teoría de los grados en la España vaciada
En numerosas ocasiones hemos pronunciado alguna vez la frase "el mundo es un pañuelo" cuando nos encontramos con alguien de manera inesperada en el lugar más inesperado. Lo que pocas personas intuyen es que esta sentencia del acervo popular pude ser demostrada matemáticamente y tiene hasta un nombre: la teoría de los seis grados de separación.
El enunciado de esta teoría parte de una premisa muy sencilla: cada persona conoce de media, entre amigos, familiares y compañeros de trabajo o escuela, a unas cien personas. Por la misma razón, cualquiera de ellas se relaciona con otras cien. Así, cualquier individuo puede hacer llegar a una información a unas 10.000 personas tan sólo pidiendo a sus amigos que pasen el mensaje a sus amigos. Si esos 10.000 conocen a otros 100, la red ya se ampliaría a 1.000.000 de personas conectadas en un tercer nivel, a 100.000.000 en un cuarto nivel, a 10.000.000.000 en un quinto nivel y a 1.000.000.000.000 en un sexto nivel. En seis pasos, y con las tecnologías disponibles, se podría enviar un mensaje a cualquier individuo del planeta. Por supuesto, en la práctica, en cada uno de estos eslabones será muy probable encontrar elementos que se repitan pues es habitual que dos personas compartan amistades y conocidos. Es por ello que realizando las correcciones estadísticas apropiadas sea en el sexto nivel donde se alcancen efectivamente los 10.000 millones de individuos, una cantidad mayor que la población mundial.
Si extrapolamos dicha teoría al microcosmos de cualquier municipio de la España vaciada es evidente que necesitamos menos enlaces para conectar a toda su población. Así si suponemos que cada persona conoce de media a unos 30 vecinos (y esta es una hipótesis conservadora) en tan sólo tres pasos, a lo sumo cuatro en casos excepcionales, conectaríamos a dos personas cualesquiera residentes en la amplia mayoría de los municipios de nuestro país (303 = 27.000). Es decir, en las poblaciones de nuestra España vaciada se impondría la teoría de los tres grados de separación.
Si agudizamos nuestra mirada, enseguida nos damos cuenta que estas relaciones entre personas distan mucho de ser horizontales; en muchas ocasiones se establecen en forma de redes de micropoder (por expresarlo en términos del gran filósofo francés Michel Foucault). Así, por ejemplo, los amigos más ricos, más listos, más poderosos son capaces sin duda alguna de orientar el rumbo de una persona o modificarlo, fundados en una presunta autoridad moral; o los empresarios o patronos, que deciden libremente el salario de sus trabajadores y los cambian de función o de destino o amenazan con despedirlos si no atienden a sus requerimientos condicionan o determinan el plan de vida y la libertad individual de los mismos.
A poco que nos detengamos a reflexionar, rápidamente nos damos cuenta que la razón fundamental de esta "asimetría" en las relaciones se debe a que muy pocos ciudadanos disponen de los medios que garanticen su existencia. Como proletarios, vienen al mundo desnudos de medios de producción, y por lo tanto, no gozan de lo que los filósofos de la Ilustración llamaban independencia civil, a saber, de que su propia subsistencia no dependa de la voluntad arbitraria de otro particular. Sólo quien no depende del arbitrio de otro para garantizar su subsistencia (porque puede asegurarla por sus propios medios) puede considerarse verdaderamente independiente. Por el contrario, aquél cuya subsistencia misma depende de la voluntad de otro cabe decir que tiene su autonomía y, por lo tanto, sus derechos de ciudadanía hipotecados. Es por lo tanto evidente que la mayor parte de los ciudadanos no disponen de independencia civil.
La España vaciada, ampliamente repartida por el interior peninsular, con zonas con registros demográficos similares a la Laponia escandinava, con sus altos índices de pobreza y desempleo (y sobre todo de paro juvenil), son territorios especialmente propicios para que toda esta carencia de independencia civil se muestre con mayor crudeza. En muchos de sus municipios, al carecer de tejido industrial potente, fruto, primero, de las reconversiones industriales a los inicios del Régimen del 78, y de las deslocalizaciones provocadas por la globalización neoliberal a finales de los 90, así como los altos niveles de mecanización y automatización en las labores agroganaderas, antaño fuerte yacimiento de trabajo en esa España, el mayor empleador es la Administración, y esto favorece la creación de una serie de relaciones de vasallaje que se han venido en llamar redes clientelares. Tal y como ha quedado fehacientemente demostrado en infinidad de ejemplos de corrupción tanto a nivel local como regional (de los que tan solo una mínima parte salen a la luz pues a nivel micropolítico los organismos de control son más laxos, debido a que en muchas ocasiones, estos mismos se encuentran supeditados al poder que en teoría deben supervisar), una mezcla perversa de la teoría de los grados y la falta de independencia civil de la ciudadanía propician la creación de toda una red de relaciones de sumisión en la que el partido que detenta el poder en ese territorio aprovecha la inmensa capacidad que concede el dominio sobre la Administración pública para, de forma clientelar, entretejer una trama de intereses que le perpetúe en el Gobierno.
Es por ello que, en estos territorios de la España vaciada, ante la falta de una burguesía industrial que desligue a la clase trabajadora de su casi total dependencia de la Administración (Ayuntamiento, Mancomunidad, Diputación, Junta…) para garantizar su propia supervivencia lejos del poder político, existe una suerte de neocaciquismo destinado a la compra de voluntades a cambio de ayudas, subvenciones, contrataciones temporales de empleo, cargos de libre designación… repartidas sin apenas criterios de objetividad. También el cuarto poder a nivel local o regional depende casi íntegramente para su supervivencia de la llamada publicidad institucional, es decir, de la subvención, es por ello que, independientemente de cuál sea su nivel de profesionalidad dentro del campo del periodismo, tampoco goza de la suficiente independencia civil para ser excesivamente crítico con el neocacique que lo amamanta.
Por supuesto, todas estas tendencias también las observamos a nivel macro, por ejemplo, en el marco estatal, pero es en el ámbito de lo micro donde adquieren todo su refinamiento. Cualquiera que haya pasado por la experiencia de tratar de formar una candidatura electoral local ajena al poder dominante en la España vaciada, habrá comprobado empíricamente lo aquí relatado: el miedo de muchos ciudadanos a "significarse" públicamente pues ello podría suponer la expulsión definitiva de las redes clientelares tejidas en el municipio por el neocaciquismo.
He aquí la razón por la que, en tantos municipios de nuestra España vaciada a golpe del progreso de los tiempos, han gobernado siempre los mismos, o, en el mejor de los casos, se ha practicado una suerte de turnismo decimonónico a lo Cánovas y Sagasta. Y evidentemente, lo mismo ha ocurrido a nivel regional. Así, por ejemplo, todo apunta a que Moreno Bonilla volverá a gobernar la Junta de Andalucía pues ha sabido gestionar con acierto las redes clientelares heredadas de las décadas de gobiernos socialistas, de la que el caso de corrupción de los ERE supone el paradigma definitivo de todo lo que aquí tratamos de exponer en relación a la teoría de los grados y la falta de independencia civil en la España vaciada.
Ya Robespierre en su famoso discurso frente a la Convención en Diciembre de 1792 enunció de manera clarividente: "La primera ley social es aquella que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir; todas las demás están subordinadas a ésta". Ahora bien, usted podría preguntarse ¿y qué deberíamos hacer para asegurar que ese derecho a la subsistencia se extienda a toda la ciudadanía, y garantizar así la independencia civil, y por lo tanto no depender del arbitrio de otro, ampliando de paso la libertad individual? A falta de propuestas mejores, la creación de una Renta Básica Universal, es decir el derecho de todo ciudadano y residente acreditado a percibir una cantidad periódica que cubra, al menos, las necesidades vitales sin que por ello deba contraprestación alguna, parece una posible solución. Y quizás, la mejor.