Valentín Tomé
Res publica: Un relato inflacionario
El Instituto Nacional de Estadística (INE) anunció este viernes que la inflación se situó en abril en el 8,3% respecto al año pasado, una décima menos de lo previsto en su cálculo de hace dos semanas. La historia, en cambio, lo colocará en el archivo de las malas noticias: tras marzo, es el periodo con la inflación más alta de los últimos 35 años. Es decir, desde 1987.
Una noticia como la anterior que copa las principales portadas de los grandes medios y forma parte de la percepción subjetiva de la ciudadanía en general en sus compras diarias es rotundamente falsa. No me refiero a la inflación interanual de estos últimos meses, la cual, como es de esperar en una institución rigurosa como es el INE, es indudablemente cierta. Sin embargo, la afirmación que asegura que estamos viviendo la inflación más alta de los últimos 35 años solo puede ser cierta si damos por hecho en nuestro conteo estadístico la existencia de un agujero espacio-temporal, en el que se produjo un auténtico salto cuántico en la subida de los precios que ninguna institución se ha preocupado jamás en medir. Me refiero, como no puede ser de otra manera, a lo ocurrido en los días posteriores al uno de enero de 2002, o lo que es lo mismo, a la entrada del euro como única moneda de curso legal en nuestro país.
Desde aquel día se aplicaría la siguiente tasa de cambio decretada por el Banco Central Europeo (institución a la que a partir de aquel momento todos los países de la Unión le cederían su soberanía en política monetaria), 1€ = 166,386 pesetas. La peseta desaparecía así como moneda de curso legal, aunque no fue retirada de la circulación definitivamente hasta marzo de 2002. Como las pesetas no admitían decimales ni los euros más allá de las centésimas, la equivalencia anterior se terminaría realizando por redondeo por aproximación. Algo que en principio semejaba del todo justo, dando la impresión de que todo aquel cambio era puramente nominativo o simbólico, y que la economía no se vería afectada un ápice en su normal desarrollo.
Sin embargo, más allá de las devastadoras implicaciones que este hecho tuvo en la microeconomía que luego analizaremos, la misma formulación del principio de equivalencia anterior y la metodología aplicada para ejecutar el tipo de cambio entre las dos monedas adolecía de importantes disfuncionalidades.
Imagínese que acude al banco, durante esos dos meses en los que convivieron las dos monedas, a cambiar una peseta. Aplicando la tasa de cambio anterior, a usted le corresponderían 1 / 166,386 = 0,006 €. Si aplicamos el redondeo por aproximación a las centésimas según la directriz dada por el propio BCE, la cantidad anterior se transforma en 0,01€, es decir, un céntimo de euro. Ahora imagínese que decide cambiar ese céntimo de euro nuevamente a la peseta. En ese caso le corresponden 166,386 x 0,01 = 1,66386 ptas. Aplicando el redondeo a la unidad, el banco le daría dos pesetas. ¿Qué ha ocurrido entonces?. Pues que usted ha entrado al banco con una peseta y ha salido con dos pesetas. Se dirá que eso tampoco es gran cosa y que nadie estaría dispuesto a hacer algo así pues se trata de cantidades ínfimas.
Imaginemos que ahora usted va con cien mil pesetas a ese mismo banco, y en vez de pedir que le cambie la cantidad entera a euros y luego a pesetas (lo cual, como puede comprobar fácilmente, le reportaría 99.998 pesetas, es decir perdería en el doble cambio dos pesetas), le insta a que le cambie cada una de esas pesetas que forman las cien mil del total a euros, y de nuevo a pesetas. Al final del proceso, tendría usted 200.000 pesetas. Si decide repetir nuevamente esa operación ahora con las 200.000 pesetas, obtendría finalmente 400.000 pesetas. Y por simple iteración, 800.000, 1.600.000, y así sucesivamente. Es decir, cualquier potencia de base dos seguida de cinco ceros. Hasta donde yo sé, nadie ha aplicado este sencillo método para hacerse multimillonario a partir de cualquier cantidad inicial, pero la posibilidad ahí estaba (creo que el Mercado jamás volverá a ofrecer un mejor producto de inversión).
Sin embargo, la llegada del euro produjo el efecto totalmente contrario: supuso un empobrecimiento generalizado, jamás presenciado en la historia de la economía, de la clase trabajadora. Todo gracias a una hiperinflación no interanual, ni siquiera intermensual, sino interdiaria que nadie jamás se preocupó en medir.
Los meses previos a la entrada del euro, el gobernador del Banco de España dio la orden a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre que acuñase como moneda principal la de cincuenta céntimos, por ser esta la más próxima (83 pesetas) a la moneda más usada por la ciudadanía española en sus compras diarias, la de veinte duros. A los pocos días de la circulación del euro, el propio gobernador aseguraba que la moneda que más habían tenido que acuñar a una velocidad de vértigo era la de un euro, pues era la más demandada en los mercados.
Efectivamente, tras los muros de aquella Fábrica estaba ocurriendo algo, en principio, imprevisto. Y es que como podían comprobar todos los españoles y españolas en su vida diaria era otra la equivalencia que se estaba aplicando a los precios que nada tenía que ver con la oficial. A saber 1€ = 100 ptas. Es decir, una inflación del 66% prácticamente de un día para otro. Un verdadero salto cuántico en la historia de la Economía, una discontinuidad nunca antes presenciada.
La cosa no sería nada preocupante si tal tasa de cambio fuese la imperante también en los salarios, pero ahí toda la ciudadanía pudo comprobar que se aplicaba el más escrupuloso de los redondeos. Si el sueldo de un ciudadano era de 200.000 pesetas mensuales, pasaba a ser ahora de 1.202,02 €, y no de 2.000 €. Y toda aquella macroestafa ocurrió a ojos de todo el mundo, no en una oscura institución que con jerga incomprensible para el común de los ciudadanos y a sus espaldas determina que las arcas públicas tendrán que socializar nuevamente las pérdidas de los Mercados. Sin necesidad de poseer ningún conocimiento en economía, cualquier ciudadano era plenamente consciente de que estaba siendo desposeído, de que era como si le hubiesen robado más de la mitad de su salario cada mes.
Pero nada ocurrió. Más allá de algún quejido entre dientes en la barra de un bar o en la cola de un supermercado, la ciudadanía asumió con resignación el nuevo escenario. Eran los nuevos tiempos, se decía. Teníamos que converger con Europa, eso era la (pos)moderno. Convergencia que tenía que darse obligatoriamente a pesar de que todo aquel constructo partía de realidades económicas totalmente dispares entre sí, con diferentes PIBs, salarios, presiones fiscales, niveles de industrialización, déficits públicos… y sin que nadie hubiese pensado en tratar de diseñar algún mecanismo que compensase todas aquellas desigualdades internas entre países.
Lo más irónico ha sido observar como los artífices nacionales de toda aquella desposesión jamás presenciada pasaron a la historia como los hacedores del milagro económico español. Aquel Gobierno fue reconocido por poner a nuestro país en sintonía con el progreso y la modernidad que representaba la Unión Europea, aunque para ello hubiese habido que sacrificar a la mayoría de la clase trabajadora y terminar regalando al Mercado, pues así lo dictaba Bruselas, las Joyas de la Corona, es decir, todas aquellas empresas públicas, levantadas con el esfuerzo de millones de españoles durante generaciones, que controlaban los sectores estratégicos de la Economía.
¿Y qué decir del propio Banco Central Europeo? Institución cuyo objetivo principal, según se puede leer en su propia página web, es "mantener la estabilidad de precios, es decir, salvaguardar el valor del euro. La estabilidad de precios es esencial para el crecimiento económico y la creación de empleo, dos objetivos de la Unión Europea, y es la contribución más importante que la política monetaria puede aportar en este ámbito". ¿Dónde estaba entonces esa obsesión por el control de la inflación en enero de 2002?. Por aquellos días, quedó en suspenso, había que converger con Europa, es decir, con Alemania (en precios, no en salarios). Eso sí, a lo que se dedicó con especial ahínco desde sus inicios es a controlar el déficit público, lo que terminó provocando enormes sufrimientos tras la crisis económica de 2008 al obligar a implementar políticas austericidas y no expansivas en un tiempo de terrible recesión.
Y entonces, tras aquella pérdida brutal de poder adquisitivo, ¿cómo pudo salir adelante la clase trabajadora? Sencillo, el mismo BCE inundó los bancos españoles de dinero barato, para que cualquier ciudadano pudiese disponer de un crédito de manera sencilla, sin justificar especial solvencia. Desde aquel 2002, la ciudadanía ya no solo pedía dinero prestado, como siempre había sido lo habitual, para comprarse un coche o una vivienda, lo hacía, debido a aquella hiperinflación, para comprar un electrodoméstico o poder irse unos días de vacaciones. De manera paralela, surgían por todas partes productos financieros totalmente abusivos jamás imaginados antes como los microcréditos (de los que aquí hemos hablado en otro artículo). Todo ello fue uno de los principales gérmenes de la crisis del 2008. Pero eso, es ya otra historia.
Con este nuevo periodo de inflación, que por mucho que nos pueda parecer desorbitado, es, como acabamos de demostrar, de rango muy inferior al sufrido a inicios del 2002, me temo que acabe ocurriendo lo mismo que por aquellos tiempos, que la ciudadanía termine por acostumbrarse resignadamente. Sin duda, generará otros hábitos como legado, sobre todo entre los que disponen de menos recursos para hacer frente a la crisis. Tiempos de comparar minuciosamente los precios en gasolineras y supermercados para elegir dónde llenar el depósito (cuyo nuevo precio base será el de dos euros el litro) o el carro de la compra, o los de estudiar la evolución diaria de las tarifas eléctricas para poner la lavadora a las horas más baratas, aunque sea a las tres de la madrugada; algo impensable hace apenas un año.
(Imagen tomada en la calle sobre la hiperinflación provocada por la llegada del euro que la ilustra mucho mejor que todo lo referido en este artículo, y que sirve de referencia para tratar de medir el shock emocional que supondría la vuelta a la peseta entre la ciudadanía que aún conserva la memoria de los precios de las cosas antes del euro)