Valentín Tomé
Res publica: Isómeros y marcas
En el mundo de la Química se conoce la existencia de compuestos que presentando la misma fórmula molecular exhiben sin embargo propiedades físico-químicas diferentes. La razón se encuentra en que a pesar de las iguales proporciones relativas de átomos que conforman su molécula, se debe tener en cuenta también la distribución de estos en el espacio; ya que por lo general se abrirán numerosas posibilidades de configuración geométrica de los átomos que conforman esa sustancia, conociéndose todas ellas por el nombre genérico de isómeros. Un ejemplo clásico sería el alcohol etílico o etanol y el éter dimetílico ambos son isómeros cuya fórmula molecular es C2H6O, y sin embargo ambos presentan propiedades químicas bien diferenciadas.
En los grandes laboratorios farmacéuticos, la creación de isómeros está al orden del día desde hace décadas. Así ocurre en las llamadas "patentes perennes" que consiste en solicitar una patente adicional al compuesto original tras haberle añadido una pequeña molécula que no tiene efecto práctico alguno sobre su potencial de sanación, pero que logra prolongar su monopolio al ser tratado como una "novedad" respecto al medicamento anterior, bloqueando así su liberación al mercado en forma de genérico. Sin embargo, como veremos, lo curioso de esta estrategia, la de la creación de isómeros, se repite, con diferentes estrategias y efectos sorprendentes, en la mayor parte de la producción de bienes que inundan nuestros mercados.
Como es bien conocido, desde finales de los años 70 del siglo pasado comenzaron los procesos de deslocalización empresarial en Occidente. Grandes compañías que realizaban sus procesos de producción en países de Europa occidental o EEUU comenzaron a desplazar su producción a otros lugares donde los costes laborales eran notablemente inferiores. Se buscaba así en países preindustriales un ejército de trabajadores desposeídos dispuestos a trabajar por salarios ínfimos, lo que permitiría a estas compañías aumentar notablemente sus beneficios.
De esta manera muchos de los bienes que estas empresas producían fueron subcontratados a fábricas situadas en América Latina o Asia, las cuales en la mayoría de las ocasiones no trabajaban (y trabajan) en exclusiva para una sola compañía; es decir en una misma fábrica vietnamita bajo precarias condiciones cercanas a la esclavitud se elaboraban zapatillas para Nike y Adidas al mismo tiempo. Si todo estaba externalizado y además los procesos de producción eran idénticos, ¿cuál era entonces la función reservada a la compañía?
Aunque puede parecer sorprendente todo apunta a que desde finales del siglo pasado las corporaciones estarían cada vez menos interesadas en vender productos, y más en vender modos de vida e imágenes. Es decir, lo importante no es el producto en sí, sino lo que este representa, la marca. Así entramos de lleno en un mundo que podríamos llamar la isomería de las marcas: productos molecularmente iguales pero que sin embargo representan conceptos diferentes. El objetivo principal es asociar la marca a una imagen de prestigio o de vida atractiva o de cierto estatus social.
Para que se produjera tal asociación era vital que la compañía dispusiese de algún componente que sin ser intrínsecamente portador de ningún valor añadido en sí mismo, si permitiese su diferenciación del mismo bien distribuido por otra corporación de la competencia; ese papel estaba reservado al logo, el cual es propiedad exclusiva de la empresa. El objetivo a partir de ahí sería trabajar a través del marketing en la explotación en el campo de lo cultural para asociar a ese logo determinados conceptos. Del terreno de lo material (el bien en sí y su logo) se pasaba así al mundo de las ideas (lo que este logo representa); en una suerte de mundo platónico adaptado a los intereses del mercado (desconozco si esto es lo que realmente se enseña en asignaturas como "Filosofía de la empresa").
Sólo con una estrategia de marketing perfectamente planificada se podría convencer al consumidor de que un producto esencialmente idéntico a otro en su estructura molecular (isómero) tuviese sin embargo un precio de mercado varias veces superior a su homólogo, y, sin embargo, el cliente estuviese dispuesto, en un acto aparentemente irracional, a pagar esa diferencia.
Para la creación de ese meme cultural no se escatimaron medios. Las grandes compañías se hicieron con los derechos de imagen de celebridades que permitiesen identificar al consumidor a ese personaje y lo que él o ella representa con determinada marca. Al mismo tiempo se invadió el espacio público con publicidad omnipresente, hasta llegar a nombrar edificios públicos con nombres de marcas (a modo de ejemplo, los grandes teatros de Madrid o sus estaciones de Metro ya son conocidos por los nombres de sus empresas patrocinadoras), realizando así una penetración de las marcas y la publicidad en niveles de claro autoritarismo y colonización de los espacios públicos.
Desde entonces el expansionismo de las marcas ha provocado que la cultura humana local pasase a estar dominada por el mundo empresarial a través del patrocinio de diferentes acontecimientos culturales. Se trata de absorber ideas e iconografías culturales populares que sus marcas pudieran reflejar proyectándolas otra vez en la cultura como extensiones de la misma. Se pone así la cultura anfitriona y popular en un segundo plano al servicio de la imagen de marca que acaba dominando la escena.
Este proyecto fue posible gracias, sobre todo, a las políticas de desregulación y privatización de las últimas cuatro décadas asociadas al neoliberalismo como ideología dominante. A medida que se reducía el gasto público, gran parte de instituciones anteriormente públicas (universidades, museos, eventos culturales…) tuvieron que financiarse a través del patrocinio empresarial; todo ello favorecido por la inexistencia de un lenguaje político que permitiese defender el valor de los espacios públicos no comercializados.
El resultado final ha sido la eliminación de todas las barreras entre las marcas y la cultura, y la desaparición de los espacios libres de marcas. De tal manera que el último reducto que podríamos pensar libre de toda injerencia comercial como es el propio Estado ha pasado a ser considerado también una marca. Así, oímos continuamente repetir a nuestros políticos, sin pudor alguno, la necesidad de crear una marca España que resulte atractiva para los inversores extranjeros.
Es por lo tanto en este estado mezcla entre lo público y lo privado, donde el consumidor aparentemente ejerce su libertad de elección. De esta manera, es probable que cada vez que usted beba una Coca-Cola, se calce unas zapatillas Nike o conduzca un Mercedes no lo haga por la estructura molecular de ese bien en sí, pues al fin al cabo es esencialmente similar al mismo producto de cualquier otra compañía, gracias a la homogenización en los procesos de producción fomentada por la globalización como acabamos de ver, sino que lo haga atraído, muchas veces de manera inconsciente, por todo ese capital simbólico encerrado en el logo de esa mercancía y que lo convierten en un isómero con al parecer propiedades físico-químicas especiales. Sólo así se podrá explicar que usted esté dispuesto a pagar por ella un precio marcadamente superior al del resto de productos de su misma especie, pero desprovistos de tan singular etiqueta.