Valentín Tomé
Res publica: La física del holocausto
Tras el final de la II Guerra Mundial, el genial matemático John Von Neumann planteó la famosa y aparentemente disparatada ecuación 1 + 1 = 0. Con esta sencilla formulación trataba de expresar la idea de que cualquier uso de armamento nuclear por cualesquiera dos potencias poseedoras del mismo podría resultar en la completa destrucción de ambas (atacante y defensor). Lo que también pasó a conocerse como mecanismo de destrucción mutua asegurada (MAD). Resaltaba así una idea en principio extraña: la posesión de armas de destrucción masiva por ambas partes de un conflicto daba como resultado la paz como estrategia más racional dentro de esa particular teoría de juegos. En efecto, cuando se es consciente de que el único resultado posible de un conflicto es la propia aniquilación, los ímpetus belicistas resultan moderados hasta el extremo de desaparecer en la práctica.
La primera bomba atómica de la historia se lanzó el 16 de julio de 1945 en el desierto de Alamogordo en Nuevo México, EEUU. Era la culminación del famoso proyecto experimental Manhattan en el que trabajaron de manera colaborativa las mejores mentes de la física nuclear del momento. Al finalizar la prueba, Robert Oppenheimer, director del proyecto, horrorizado ante el poder devastador de lo que acababa de observar, dejó una frase para la Historia sacada del más importante texto sagrado hinduista, el Bhagavad Gita: "Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos".
Tres semanas más tarde, el 6 de agosto de 1945, un avión B-29 dejó caer a Little Boy, una bomba nuclear en la vertical del puente Aioi en la ciudad de Hiroshima. Se programó la bomba para que explotara a 600 metros de altura y no cuando impactase contra el suelo, lo que provocó que la mayor parte de la energía de Little Boy se disipase en la atmósfera. Aún así estos fueron sus efectos: la temperatura en el lugar de la explosión superó el millón de grados centígrados; más de 60.000 personas murieron al instante, volatilizadas totalmente en millonésimas de segundo y sin dejar el menor rastro; a más distancia, las personas quedaron reducidas a cenizas; un poco más lejos, a otros humanos les hirvió el humor acuoso dentro de los ojos, les estalló el cráneo por la presión de sus cerebros, que el intenso calor de la bomba evaporó en su interior, sus fluidos corporales hirvieron y la presión les hizo reventar; a mayor distancia la bomba carbonizó a la gente; más allá fueron asados vivos, les ardió la ropa y se les desprendió totalmente la piel; a otros, alejados de los efectos térmicos, fue la onda de choque la que les reventó los pulmones y se ahogaron en su propia sangre. Pero los peores sufrimientos aquejaron a los millares de personas que estaban todavía más alejadas del centro de la explosión (obsérvese la macabra regla: a mayor distancia, mayor sufrimiento). Sobre ellos cayó una lluvia oscura de hollín y partículas altamente radioactivas que los mató lentamente. Se les ampolló la piel, sufrieron náuseas y vómitos, fallo su sistema inmune, y murieron. Miles de personas más morirían en los años venideros como consecuencia de enfermedades inducidas por la exposición a la radiación gamma de la bomba (la radiación electromagnética más energética que existe e invisible a nuestros ojos). Tres días después Fat Man, una bomba atómica idéntica a aquella, repetiría semejante horror en Nagasaki.
Pero aquel desarrollo tecno-apocalíptico no había hecho nada más que empezar. Terminada la II Guerra, tanto la URSS como EEUU comenzaron a trabajar en una nueva generación de bombas con mayor poder destructivo: las termonucleares. Para que nos hagamos una idea del poder devastador de este tipo de armamento, veamos lo que ocurrió el 30 de octubre de 1961 cuando la URSS detonó la bomba termonuclear Tzar en Novya Zemlya, en el Ártico. Los cálculos teóricos previos ya habían determinado que su poder destructor era cinco mil veces superior a las bombas lanzadas en Japón. Y la prueba realizada corroboró aquellas estimaciones. Fue, hasta la fecha, la mayor explosión de la historia. El hongo atómico alcanzó 65 kilómetros de altura y más de 100 kilómetros de diámetro en la base; la explosión fue visible en más de 1.000 kilómetros a la redonda; la onda expansiva de la bomba dio tres veces la vuelta a la Tierra…
Y así llegamos hasta el presente, donde toda una superpotencia (termo)nuclear como la Federación Rusa se encuentra involucrada en una guerra en la que nadie dentro de la Comunidad internacional está haciendo nada especial por tratar de frenar; más bien al contrario, la estrategia actual de Occidente pasa por alimentar armamentísticamente ad infinitum a la parte agredida confiando en que la ecuación de Von Neumann enunciada al principio siga vigente. Claro que esperar una racionalidad permanente en el tiempo no parece un buen negocio. Al menos eso es lo que nos dice la historia bélica de la humanidad. Este frágil equilibrio puede romperse en cualquier momento.
En la actualidad disponemos del suficiente desarrollo científico como para hacer una simulación fiel de las consecuencias para la humanidad de una guerra nuclear limitada entre la Federación Rusa y la OTAN. Y esto es lo que se ha propuesto hacer la Agencia Internacional para la Energía Atómica.
Como datos iniciales para su modelo plantearon una serie de hipótesis modestas: un ataque nuclear limitado solamente a las cabezas nucleares que ahora mismo se encuentran armadas y operativas (que son muchas menos de las realmente existentes), iniciado por la Federación Rusa que tiene como consecuencia la inmediata respuesta de la OTAN; en el que ambos mandos emplean únicamente Misiles Balísticos Intercontinentales Estratégicos con base en tierra, y Misiles con base en submarinos y armas nucleares en bombarderos estratégicos. Solamente se disparan armas termonucleares durante las primeras 24 horas del conflicto, y se asume que tras ese primer día no se producirá ningún nuevo ataque nuclear. Los sistemas de interceptación temprana de misiles balísticos consiguen el máximo éxito estimado, y no se usan armas nucleares tácticas.
Veamos de manera sucinta cuales serían las consecuencias a partir de este escenario, tendremos en cuenta para ello que la simulación solo contempla qué les ocurriría a los 1.096 millones de personas que viven en los países en conflicto (los de la OTAN y la Federación Rusa).
Al final de las primeras 24 horas habrían muerto 91.893.000 rusos y 86.151.000 occidentales. Como hemos visto en el caso de Hiroshima, estos serían los más afortunados en relación al sufrimiento padecido. En la segunda fase del escenario las muertes se producirían tras enormes sufrimientos como consecuencia de los efectos de la radiación. Un mes después del ataque habrían muerto por esta causa alrededor de 190 millones de personas. Para entonces, la mayor parte de las plantas que cosechamos y del ganado que comemos ya habrían muerto, tanto por los efectos de las explosiones del primer día como por la radiación. Quienes sigan vivos entrarán en una noche cerrada perpetua: Sin Sol, sin Luna ni estrellas. Los billones de toneladas de polvo y hollín levantados por las explosiones atómicas del primer día no dejarán pasar absolutamente ningún haz de luz. Enseguida las temperaturas caerán en picado. Es el invierno nuclear.
Tres meses después de la explosión habrán muerto de frío e inanición alrededor de 303 millones de personas. En diez meses se elevará a unos 550 millones de personas. Por entonces la temperatura del mundo se habrá desplomado (en España estaríamos de media a 59ºC bajo cero). La radiación y el invierno nuclear ya habrían alcanzado a todos los países del hemisferio Sur…
Como se puede observar, la ecuación de Von Neumann en este caso también sigue estando vigente; solo que en esta ocasión el 0 no representa la paz o el armisticio, sino precisamente eso: la nada. De esa lluvia incesante de unos que acaban por anularse unos a otros acaba emergiendo el cero absoluto: la desaparición de toda vida compleja en la Tierra.
Ante una visión como esta que deja el Infierno imaginado por Dante en un cuento infantil produce una terrible desazón observar el comportamiento absolutamente irracional de Occidente. Una retahíla constante de declaraciones incendiarias, llamamientos al ardor patriótico o provocadoras e insensatas chanzas sobre las dificultades de Rusia para poner fin al conflicto, cuando lo único cierto es que tan solo tiene que apretar un botón para poner fin no solo a esta sino a cualquier otra Guerra en un futuro distante (a costa, como acabamos de ver, de su propia desaparición también), mezcladas con irresponsables incursiones de sus principales mandatorios a un país en Guerra para ir a saludar personalmente a su presidente (recordemos que solo hizo falta el asesinato del archiduque Francisco para que la precaria paz europea saltara por los aires durante la Gran Guerra), y entrega de toneladas de armamento en un contexto termonuclear como el que acabamos de describir, confiando ciegamente en que el 1 + 1 = 0 haga que el futuro de la contienda se decida, a la manera de hace más de un siglo, en una trinchera.
Y no solo esta Guerra ha servido para que haya quedado obsoleto el discurso racional que apostaba por una política de desmilitarización a nivel planetario, aunque solo fuera porque ya se poseen armas más que suficientes para destruir varias veces el planeta, sino que en un ejercicio de funambulismo intelectual los países miembros de la OTAN, incluido España, se han comprometido a aumentar considerablemente su gasto militar en los próximos años. Es decir, se retraerán recursos públicos de la sanidad, la educación, la investigación científica… para destinarlos a algo que no tendrá ningún efecto práctico (si acaso para fomentar una paranoia generalizada) sobre la vida del común de los ciudadanos.
“Está bien. Hemos pasado otra noche sin un holocausto nuclear”. Son las palabras que, tras la invasión rusa de Ucrania, pronunció el Dr. Seth Baum, investigador y director ejecutivo del Global Catastrophic Risk Institute. Y son las mismas que cada noche terminan resonando en mi cabeza mientras esta maldita Guerra continúa prolongándose.