David Darriba Pérez
El inteligente
Casi iba arrastrándose, se deslizaba mejor dicho, por la tupida selva. En su rostro se advertía miedo o, al menos, un cierto recelo. Parecía disparatado el pensar que un hombre estuviese al acecho, allá, en un entorno tan hostil; pero lo pensaba. Dejó de caminar y agarró una gran rama tan fuerte como para derribar a cualquier animal poderoso. La humedad era absorbida por su abundante pelaje. Expelió un gruñido lo suficientemente bajo como para no ser advertido y se sentó a descansar.
El gorila sabía que pronto tendría que abandonar el grupo (ya casi alcanzaba los once años) pero, ahora, necesitaba unirse a él. Un miedo que pocas veces experimentó, recorría su cuerpo de forma alarmante sintiéndose desprotegido. Entre la fronda caída pudo escuchar unos pasos que provenían de la izquierda, otros de la derecha, y se levantó. Observó hacia un lado y otro golpeando con las manos fuertemente su pecho, dejando escapar de su boca (ahora sí) un fuerte sonido amenazador. Poco tiempo después olisqueó advirtiendo que se trataba de su grupo. Sus miembros comenzaron a hacer acto de presencia y llegó nuevamente la tranquilidad. Se unió a ellos.
Los pájaros de roca de cuello gris, se dirigían hacia el río que ya cruzaron una vez los primates en busca de un lugar con más alimentos. Se valieron de unos palos que hundieron para medir su profundidad. Le agradaba el mirar aquellos pájaros de larga cola. El sustento dependiendo de la época del año, era más complicado en un lugar u otro; por eso iban y venían. Comió unos frutos tan duros que antes tuvo que partirlos dejando caer un tronco encima de ellos. No los había visto jamás y tuvo curiosidad... y hambre. También arrancó la corteza de un árbol y, sacudiéndola, consiguió sacar las termitas que había dentro. Luego rehízo su nido acomodando bien las ramas. Estaba en una zona muy abrigada y allí se sentía cómodo, especialmente, en las noches lluviosas. Se acostó cayendo en un profundo sueño y soñó:
Su despertar a la sexualidad; los cortejos que le hacían las hembras... Soñó cuando elevaba la cabeza y no podía llegar a ver el cielo por tantos árboles y que, ahora, desaparecían tras las motosierras de los humanos que impregnaban el ambiente con un desagradable olor a gasolina quemada. Ni sabía qué era la gasolina aunque recordaba aquella pestilencia de otra ocasión. Se abría la claridad ante los árboles caídos. La selva desbrozada; ya no selva. Destruida su sinfonía… Su madre parecía decirle: "Nada comparado a cuando yo era joven. No había un recoveco en el bosque sin árboles. ¿Dónde iremos cuando esto no exista? ¿Qué será de nosotros? Es el momento de llorar, hijo, o de resignarse". Él se preguntó por qué los humanos, siendo tan parecidos a ellos, actuaban de manera tan diferente. Y no supo responderse.
A la mañana fue despertado por una sucesión de ruidos secos. Se dirigió tímidamente hacia el lugar de donde provenían y habían dormido algunos gorilas durante la noche. Gran parte de ellos estaban muertos. La sangre fluía por entre las hojas del suelo que lo chupaba, hasta que únicamente quedaba un rastro rojizo. Más adelante vio a su madre moribunda. Se acercó sentándose a su lado. Reclinó en sus rodillas la cabeza de ella que acarició con aquellas manazas. Un último estertor le llegó a los oídos. Gruñó como jamás lo hizo… No pasaron más que unos segundos y un disparo certero retumbó en parte de la selva. Ante el estruendo levantaron el vuelo multitud de aves que descansaban en las copas de los árboles y el gorila se desplomó. Su noble mirada se fue apagando como cuando llega la noche. Volvió a caer en un profundo sueño y soñó...