David Darriba Pérez
Cuatro preguntas
'¿Quién soy yo?'. Eso fue lo primero que le rondó la cabeza nada más levantarse. Al no obtener respuesta dio media vuelta y regresó a la calidez de las mantas. Ya que le era imposible sacudírselas de encima, allí se arrebujó entre sus miserias pensando, pensando, pensando hasta hacer herida en su cerebro.
Cuando decidió volver a salir de la cama ni siquiera tuvo la fortuna de recibir un triste rayo de sol; una habitación sin ventanas no brinda estas oportunidades. La noche cerrada engulliría con seguridad a toda la ciudad de no ser por la contaminación lumínica de la que tanto hablaban últimamente en las noticias. '¿Qué hago aquí?'; la luz artificial lo aplastó contra la pared por la que empezó a deslizarse hasta quedarse en cuclillas; '¿Qué hago aquí?' terminó por sentarse definitivamente; '¿Qué hago aquí?' los dedos ya se hundían entre sus cabellos. Gritar nunca le calmó. No gritó…
La angustia le impedía comer; lo estrictamente necesario para la supervivencia. En ocasiones pensaba si ésta le merecía la pena pero seguía sobreviviendo. No terminaba de recordar cómo acabó allí, comprensible por otra parte, pues su cerebro tenía herida. Pudo escuchar unos pasos que se aproximaban al otro lado de la puerta pero enseguida se alejaron. Era raro que alguien entrase allí y, de ser así, no permanecían muchos minutos. Necesitaba compañía pero cuando esta llegaba pronto añoraba su soledad. No tenía ánimos para fingir su tristeza. Pegó la oreja a la puerta y ya no se escuchaba nada. Aquello le tranquilizó.
La silla crujió al sentarse. Le gustaba que crujiese porque le gustaba la madera y la madera, con el paso del tiempo, cruje. Sintió un breve cosquilleo en la mano; la mosca despegó como un avión al sentirse observada, haciendo alardes de su virtuosismo por toda la estancia, de aquí para allá, con acrobacias difíciles de superar hasta que volvía a posarse en alguna parte de su cuerpo.
Rodeado de pastillas escondidas se hacía otra pregunta: '¿Para qué sirve todo esto?'. Estas pastillas calman pero no curan; entorpecen el cerebro especialmente cuando tiene herida. Una llaga profunda y dolorosa que hace gotear una sustancia viscosa a los zapatos. Tal vez sea bueno el que supure... Lloró, no por nada en concreto pero lloró. Era algo habitual el que en ciertas ocasiones acudiesen las lágrimas a sus ojos. Esto parecía calmarle pero en seguida regresaba esa disnea que comprimía sus pulmones contra las costillas. Era una desazón dolorosa. Sí, dolorosa porque trepaba a su cabeza desgarrándola hasta convertirla en un amasijo sanguinolento.
Le resultaba divertido el verse ahí mismo dentro de diez o quince años. Si eso sucediera, tenía la certeza de que su capacidad para discernir entre la fantasía y la realidad quedaría mermada. Aunque a saber si hasta el límite en el que abandonara semejante sufrimiento. '¿Por qué este sufrimiento?', era otra de las preguntas que le amenazaban.
No tardó mucho en escuchar nuevamente unos pasos. Estos cesaron, ahora sí, ante la puerta en la cual volvió a pegar la oreja; pero sólo le llego un murmullo indescifrable. Pensó que podrían ser dos enfermeras que se habían cruzado. Se lavó la cara para despejarse. La mosca ahora descansaba en una pared aunque pronto regresó a sus piruetas. Llamaron a la puerta; dos únicos toques pero convincentes.
─¡Adelante! ─dijo mientras se secaba con una toalla.
Una cara gastada aunque dulce asomó tras el umbral de la puerta.
─Pero pase, pase. No se quede ahí.
─Espero que no estuviera descansando, doctor ─dijo la enfermera─. Hoy es el único médico de guardia que tenemos.
La mosca aprovechó para continuar con sus cabriolas por el pasillo