Valentín Tomé
Res publica: La contrarreforma
Es bien sabido que es mucho más fácil destruir que crear. En todo ello la entropía tiene mucho que decir. Ese concepto que nos dice, a grandes rasgos, que en el Universo existe, desde su creación, una tendencia natural hacia el desorden. Si observáramos la superficie de la Tierra antes de la llegada del ser humano y la comparáramos con su estado actual, nos parecerían imágenes de dos planetas diferentes. Toda ella se ha llenado de estructuras que hace menos de diez mil años no existían y que han modificado de manera sustancial su aspecto. Edificios, puentes, carreteras… que si no hubiese sido por la acción humana jamás hubiesen surgido de manera espontánea, y que cada vez que sufren algún deterioro por parte de algún agente externo precisan de la intervención humana para intentar devolverlos a su estado anterior. La entropía siempre acaba haciendo acto de presencia, pero la acción creativa del ser humano como agente intencional intenta mantener a raya sus efectos destructores (de porqué la vida aparentemente parece violar esa segunda ley de la termodinámica ya hablamos en una anterior columna).
Tras años de larga lucha política y sindical en la clandestinidad, liderada por el PCE y CCOO casi en exclusiva, veía la luz, ya en democracia, el Estatuto de los Trabajadores en 1980. Se trataba de una estructura jurídica que intentaba proteger los derechos de la clase trabajadora, que si bien se situaba un peldaño por debajo de otras "construcciones" coetáneas de otros países europeos, causaba admiración entre los especialistas dada la precariedad de algunos de los materiales con los que fue levantada. No fue fácil; en su construcción murieron miles de albañiles, canteros, peones…, sus páginas estaban manchadas por la sangre de muchos.
Pero enseguida se advirtió que toda aquella estructura de apariencia sólida iba a estar sometida como cualquier otra creación a los embates de la entropía. En este caso en la forma de un sistema económico en el que el neoliberalismo comenzaba a ganar terreno y para el cual todo aquel amasijo de derechos no era nada más que un vestigio del pasado que había que "modernizar". Así, en 1984 se introdujo la temporalidad en la reforma redactada por el Gobierno de Felipe González, que afectó seriamente a la estructura de aquella obra. A principios de 1994, los socialistas aprobaron otra modificación estructural que afectaba a los despidos, la movilidad y la negociación colectiva. El edificio se encontraba seriamente dañado pero ninguna intervención significativa en el mismo se produjo para proceder a su consolidación, ya no digamos restauración.
Y así llegamos al 19 de diciembre de 2011 cuando el presidente del Gobierno, M.Rajoy, en su discurso de investidura promete "llevar a cabo una profunda modernización de la legislación laboral, al servicio de la creación de empleo, que apueste por una mayor estabilidad, una mayor flexibilidad interna en las empresas y que considere la formación como un derecho del trabajador". Es decir, respondiendo a las peticiones realizadas desde Bruselas, se trataba de proceder a la demolición de aquella estructura que había permanecido en pie, no sin dificultades, durante algo más de tres décadas.
Menos de dos meses después de aquellas palabras, se decretó la voladura de todo el edificio sin atender a los requerimientos de los representantes y herederos de sus legítimos propietarios. La entropía había ganado definitivamente la batalla. A partir de aquel momento surgió en el paisaje laboral un nuevo tipo de trabajador desconocido desde hacía tiempo: aquel, que disponiendo aún de algún empleo, vivía por debajo del umbral de la pobreza. Además se favoreció el autoritarismo frente a la flexibilidad negociada, la inestabilidad, el despido… Se retrocedía así a los inicios del siglo XIX donde el proletario es un sujeto desprovisto de cualquier derecho, salvo el de poner su fuerza de trabajo a libre disposición y arbitrio de otro para tratar de no morirse de hambre.
Desde aquel instante hubo algunos tímidos intentos de reconstruir lo destruido. Así, con los escombros aún humeantes de la demolición, se convocaron dos huelgas generales con la intención de recuperar, si no el edificio original, al menos las vigas maestras sobre las que se asentaba la estructura. Sin embargo, los convocantes enseguida advirtieron que todo un patrimonio humano había casi desaparecido. Todos aquellos masones que guardaban en su seno el saber gremial de generaciones en los secretos sobre la construcción de aquellas estructuras habían ya desaparecido sin haber podido encontrar apenas discípulos entre los jóvenes a los que transmitir sus conocimientos. Estos, en su (pos)modernidad, consideraban que aquellos saberes estaban obsoletos y no había en ellos nada digno de ser aprendido. Además siempre les habían dicho que aquel tipo de estructuras formaban parte de manera natural del paisaje cotidiano y su solidez les parecía indiscutible.
Es por ello que aquellas convocatorias no tuvieron la respuesta esperada por parte de sus organizadores. Resultaba obvio que ante una demolición decretada de manera unilateral sin ningún tipo de consenso previo, la respuesta exigía de un nivel de contundencia y beligerancia que aquellas huelgas fueron incapaces de mostrar.
Pero, sin duda, el golpe más duro para los herederos de aquella creación ahora derruida estaba por llegar. El horizonte de sus esperanzas estaba puesto en el 20 de Diciembre de 2015. Ese día se celebraba un plebiscito sobre la continuidad del artífice de la demolición. Se esperaba que aquella clase trabajadora desprovista de todo derecho desde aquel fatídico día de febrero de 2012 castigara en las urnas a quien la había sumido en unos niveles de precariedad hasta el momento inimaginados. Sin embargo, el pueblo, formado en su amplia mayoría por trabajadores, decidió apostar por la permanencia en el poder de quien los había condenado a aquel estado. Y por si este golpe no fuese lo suficientemente duro de encajar, seis meses después, en otro plebiscito celebrado con la misma finalidad, se volvió a confirmar el resultado anterior.
Todos aquellos sucesos ocurridos desde inicios de 2012 habían puesto en evidencia lo que era un secreto a voces entre los diferentes gremios cuyos antepasados habían levantado aquella catedral de 1980: la debilidad progresiva del movimiento sindical. Las razones son múltiples y escapan a las intenciones de este artículo. Pero lo cierto es que el número de afiliados a los diferentes sindicatos no ha hecho otra cosa que decrecer de manera constante desde inicios de este siglo, de manera paralela a como lo han ido haciendo sus derechos. De tal manera que en la actualidad hay mayor número de autónomos (más de tres millones), la gran mayoría de los cuales están integrados en la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), que trabajadores con afiliación sindical. Que un trabajador autónomo se vea a sí mismo como un empresario (emprendedor) antes que trabajador nos da una idea de las dimensiones de la derrota de la batalla cultural en el campo sindical (y por supuesto en el de la Izquierda política).
Así que cuando Yolanda Díaz fue nombrada por el Presidente como gran maestra de obras para la reconstrucción de aquella catedral hace nueve meses, resultaba evidente que su tarea no iba a resultar sencilla. Por un lado, los planos diseñados por ella debían en todo momento contar con la aprobación de la CEOE, a pesar de que antes de su destrucción definitiva, aquel templo se había levantado, exclusivamente, gracias a la voluntad y las manos de la otra parte del conflicto, la clase trabajadora, y por otro lado, además, la élite empresarial no tenía interés alguno en rehacer nada, bajo sus escombros habían vivido confortablemente. Esta élite había logrado alinear bajo sus intereses a una gran parte de la clase trabajadora como acabamos de ver, los autónomos (trabajadores que se explotan a sí mismo), de tal manera que en aquella mesa donde se discutía durante doce horas diarias el proyecto de reconstrucción, nadie tenía muy claro qué número de personas representaba exactamente cada una de las dos partes encargadas de la obra.
Cierto es que en aquel diseño, la gran masona Yolanda conocía sobradamente las intenciones originales con las que fue erigido aquel edificio, ella misma, a través de su experiencia profesional y como activista, fue testigo directa de todo el dolor que había sembrado su destrucción. Pero, como hemos señalado, las condiciones sociales y culturales no tenían nada que ver con la de aquellos tiempos. Por si no fuese suficiente quimera lo que se pretendía rehacer, el Presidente nombró como ayudante de construcción a Nadia Calviño, es decir, la representante de aquella ortodoxia neoliberal que había instado a M.Rajoy a la demolición de aquel edificio.
Mientras, durante el transcurso de las negociaciones, fuera de aquellas paredes se hacían demostraciones de fuerza por parte de la aristocracia económica. Sabedores de que en cualquier conflicto más que la fuerza de la razón se impone la razón de la fuerza. Y en ese terreno volvieron a ganar los defensores del curso entrópico.
El mayor conflicto laboral de aquellos nueve meses fue el vivido en el sector de la banca. Tras varias huelgas y manifestaciones por parte de los trabajadores y sus sindicatos, la banca ejecutaba su mayor recorte de empleo, incluso por encima de la crisis financiera iniciada en 2008. A pesar de que el sector financiero había obtenido mil millonarios beneficios, 19.000 trabajadores fueron despedidos a lo largo de este año, dejando al país, además, a pesar de las multimillonarias ayudas públicas recibidas, bajo un proceso de desertificación bancaria, con miles de pueblos que no cuentan hoy con ninguna sucursal bancaria o cajero automático.
Resulta casi milagroso entonces que, con estos mimbres, Yolanda haya conseguido restaurar al menos una parte de todo lo destruido. Es cierto que ese nuevo edificio en poco se parece al levantado originalmente en 1980 pero también es cierto que, teniendo en cuenta todos los condicionantes relatados sucintamente en este artículo, los que aún tenemos conciencia de clase sólo podemos sentir admiración ante una mujer que prácticamente en solitario se enfrentó al curso de la devastadora entropía neoliberal.