David Darriba Pérez
Secuencias
Entre la hojarasca rojiza de la carballeira cae la luz mezclada con el orballo de la madrugada. Xosé hace el mismo recorrido desde muy pequeño: Sale de su casa, se adentra en el bosque cruzando el pequeño puente que sobrevuela el río y, llegando a la aldea colindante, abre la puerta del que fue el aserradero de su finado padre. El ambiente siempre está cargado de un polvillo de madera del que ya no percibe su olor; la reseca nariz parece no molestarle. Aún utiliza la sierra circular y el ruido hace un molesto eco en la antigua vaqueriza.
Artai abre la puerta a la media hora. Artai es un chico de pocas luces, de esos a los que llaman el tonto del pueblo. Lleva cerca de dos años ayudando a Xosé pero apenas puede ser pagado. El negocio no va muy bien y un mes le da una cantidad, otro mes otra, aunque al menos siempre tiene un plato caliente que ofrecerle. Artai tiene la mirada perdida y una saliva reseca siempre pegada en las comisuras de los labios. Pero Artai es trabajador, honesto y muy bien mandado. Es también algo así como un primo lejano de Xosé, o la consecuencia de un escarceo donde ni la sangre de la familia fluye por sus venas. Pero en fin, no me hagan mucho caso, que estas ya son trapalladas, chismes del pueblo, que van engordando de año en año.
Un gallo afónico hace resonar su canto entre las piedras de las casas y los hórreos. Tal vez sea el gallo de Branca. Branca vive algo alejada pero lo suficientemente cerca como para que la voz de su gallo llegue al aserradero. Hace mucho tiempo era novia de Xosé, cuando eran jóvenes. Hasta tenían listos los preparativos para la boda. Nadie sabe qué sucedió entre ellos pero también se habla. Hoy en día, cuando se cruzan, aún siguen sin mirarse a la cara. Un palleiro cargado de pulgas y legañas ladra, aúlla, al escuchar el gallo de Branca.
El trabajo es agotador pero la mañana ha corrido rápida. Llega el momento de comer. Hoy caerá una gallina vieja que lleva unas cuantas horas en la lumbre. Huele bien; el humo va acompañado de ese olor… Comen en la cocina al calor del fuego; Artai con la mirada fija en algún punto más allá de la pared, masticando y masticando antes de tragar. No bebe tinto de Barrantes 2 como Xosé. La medicación que toma es muy fuerte y el médico se lo tiene terminantemente prohibido. Xosé le acerca un trozo de pan moreno.
Hay que ponerse a trabajar de nuevo. En esta época del año anochece muy pronto y, aunque siempre va con una linterna, no le gusta adentrarse en la oscuridad del bosque. El trayecto hacia su casa es corto, pero hace dos años un lobo acabó con la vida de un vecino allí mismo. Es raro que bajen tanto pero podría volver a suceder si aprieta el hambre. Los tablones son pulidos con esmero e impregnados con un líquido que no sé para qué sirve. Una vez secos los almacenan. La espalda de Xosé ya no está para estos trotes y es una labor que deben realizar entre los dos. No sabe hacer otra cosa y hay que aguantar. El sudor resbala por la frente y las huellas de sus dedos casi han desaparecido.
Termina la jornada. Artai ya hace un rato que se ha marchado. La cerradura se le resiste y tendrá que engrasarla mañana; ya mirará si le queda aceite en el cajón. Los caracoles pueblan los muros de las fincas. Ha llovido algo y dependiendo de dónde venga el aire, le llega por momentos el perfume de los eucaliptos. Hoy todavía le asombra el diámetro de algunos de ellos y cómo casi acarician el cielo con sus ramas más altas, que agitan furiosas los días de tempestad. Dicen de Xosé que es reservado, rabudo y huraño y que por eso vive aislado pasado el bosque. Pero la verdad de vivir allí es que era la casa de sus padres. Tras toda una vida en ella, el arraigo es como ese humo de la chimenea que habita entre sus piedras. Al pasar por el río aleja la vista todo lo que puede; éste se pierde entre sus meandros montaña arriba. Truenos escandalosos asaltan sus oídos y acelera la marcha porque sabe que no tardará en llover; y lo hace, válgame Dios si lo hace, a raudales. Pero ya está en su casa y apenas se ha mojado. Esto no le preocupa demasiado si no fuera por la ciática; luego se pasa dos o tres días con unos dolores persistentes y muy molestos. Enciende la chimenea. Es más bien como un ritual en estos días de invierno en vez de por frío. Le reconforta sólo mirar el fuego.
Se acomoda en el sillón raído y abre un álbum de fotos. ¡Qué gracioso verse ahí en blanco y negro! Más adelante empieza el sepia pero nada en color. Se da cuenta que ya no tiene a nadie que lo fotografíe… El calor y la noche hacen que le invada un profundo amodorramiento mientras el álbum va deslizándose entre sus dedos regordetes y artríticos