Valentín Tomé
Res publica: Blas fraile
En las facultades de Economía, cuando se trata de explicar el mecanismo de fijación de precios, según los principios de la economía neoclásica, se narra el siguiente cuento, el cual despojado de toda formulación matemática (tampoco es que esta sea de gran complejidad) y libre de terminología técnica, viene a decir lo siguiente:
Imaginemos que una sola empresa produce un determinado bien y lo lleva al mercado. En principio, al haber un único oferente (monopolio) de ese bien, puede elegir su precio de manera arbitraria y abusiva, sin atender a sus costes de producción. Pero ese monopolio durará por muy tiempo. Al ver las demás empresas las millonarias ganancias por la venta de ese bien, y estar dentro de un mercado abierto y competitivo, sin barreras de entrada, enseguida se crearán nuevas empresas produciendo la misma mercancía. De tal manera que, con la finalidad de ganar cuota de mercado a la competencia, irán bajando progresivamente el precio inicial, hasta alcanzar un punto de equilibrio donde la oferta y la demanda se igualen, y el precio final será levemente superior al coste de producción. Es decir, según este principio, ninguna empresa podría obtener nunca ingentes beneficios, y la economía tendería de manera natural hacia el equilibrio.
Sobra decir que cualquier persona asentada en la realidad, no prejuiciada por bellos modelos matemáticos, es consciente de que ésta está lejos de funcionar por ese principio. Hay multitud de compañías que obtienen beneficios extraordinarios y su objetivo principal es hacerlos cada vez mayores para sobrevivir en esa jungla competitiva que es el mercado. Una de las razones para ello es que el modelo canónico de fijación de precios presenta multitud de fallas. El mundo real está lejos de ser un mercado perfecto, en él conviven trabajadores (desposeídos de cualquier medio de producción, que solo pueden ofrecer al mercado su propio pellejo), autónomos (trabajadores que se explotan a sí mismos), pequeñas y medianas empresas, y gigantes todopoderosos que operan a nivel internacional y acaparan cada vez más mercados (multinacionales). En un mundo así, hablar de información completa, libertad de empresa, competencia perfecta, o ley de la oferta y la demanda… solo puede ser una broma.
No se trata aquí de explicar las razones por las cuales hemos alcanzado, de manera aparentemente natural, esta situación tan asimétrica en el reparto de los recursos siempre escasos de la economía (aunque en anteriores artículos hemos esbozado de manera más o menos detallada las principales), pero sí centrarnos en cuestiones del día a día que cualquier persona, sin conocer absolutamente nada de los entresijos de la microeconomía o macroeconomía, experimenta en su vida cotidiana, y que tiran por tierra la ley descrita al inicio sobre la fijación de precios.
Centrémonos para ello en uno de los grandes misterios de la humanidad: las rebajas. Concretamente, en esa experiencia que todos hemos vivido de ver un determinado bien a un precio para ver esa misma mercancía a un precio inferior al día siguiente. ¿Dónde queda ahí la ley anterior? ¿No habíamos quedado que ninguna empresa podía obtener ganancias extraordinarias por sus productos pues los precios se fijaban próximos a su coste de producción (lo que los economistas llaman utilidad marginal)?
Afortunadamente para los productores o vendedores, la humanidad no suele moverse bajo los fundamentos de la racionalidad. De vivir en una sociedad levantada bajo los principios de la razón, a nadie se le ocurriría ofrecer de manera ritualizada un producto a la mitad de su precio del día anterior. Es muy probable que en una sociedad así, en vez de asistir a las tradicionales escenas de un ejército de ciudadanos asaltando unos grandes almacenes para hacerse con esos productos rebajados, lo más habitual sería encontrarnos con una multitud de consumidores enfurecidos por haber sido víctimas de una gran estafa (sobre todo entre aquellos que adquirieron ese bien unos días antes al doble de su valor actual). Desconozco cuales son los motivos principales que impiden que esta última sea la reacción habitual entre el gran público, pero sin duda la clave debe hallarse en palabras como rebajas u oferta, las cuales activan mecanismos atávicos de nuestro cerebro que nublan el juicio.
Imagínese que usted entra en unos grandes almacenes para adquirir su último fetiche tecnológico. Echando mano de un lector de código de barras, va a proceder al autocobro (no olvidemos aquí nuestra doble naturaleza de cliente y trabajador al mismo tiempo), pero el precio que señala la máquina no se corresponde con el que marca el etiquetado de su producto. De hecho, es exactamente el doble. ¿Cuál sería su reacción? Evidentemente pensaría que ha sido víctima de una estafa y exigiría, indignado, alguna aclaración por parte del personal que allí trabaja. Y por supuesto, no estaría dispuesto a abonar el nuevo precio. Sin embargo, invirtiendo el orden temporal de los acontecimientos, nadie parece mostrar molestia alguna cuando comprueba que aquello que ayer compró por un precio, al día siguiente, exactamente el mismo artículo cuesta la mitad. Y ni mucho menos, está dispuesto a dirigirse al vendedor en busca de una explicación de tan, aparentemente, inexplicable hecho. La palabra rebajas juega aquí un papel mágico que adormece conciencias.
En definitiva, nada parece señalar entonces, así usted mismo lo ha podido comprobar en su experiencia diaria, que los precios de las cosas se rijan por algo próximo a un valor justo u objetividad escondida tras una ley matemática. Más bien tiene que ver con cuestiones políticas como la asimetría en el poder y el acceso a los recursos. Pues toda economía es siempre política.
Bien, pero entonces si los precios no parecen ajustarse ni mucho menos a los costes de producción de los bienes, ¿no será precisamente en el valor de esos costes dónde podemos hallar la respuesta a esta disfuncionalidad? Para tratar de responder a esta pregunta, debemos recordar que las principales escuelas de economía tratan el trabajo como una mercancía más, sometida a las mismas leyes de la oferta y la demanda que la de cualquier otro bien. Por lo tanto, los trabajadores, según este principio, siempre obtendrán un salario justo en relación a los rendimientos económicos de su empresa. Los beneficios marginales de estas empresas tenderán a cero, por lo que cualquier trabajador recibe siempre un salario ajustado a lo que produce. Recordemos que para nuestros popes en economía todo tiende de manera natural al equilibrio.
El caso es que, como decíamos al principio, el mundo real está lleno de empresas que obtienen beneficios multimillonarios, los cuales son anunciados a bombo y platillo por los grandes medios, e incluso son motivo de orgullo si se trata de empresas nacionales (aunque estas tengan escasa vinculación real con el país pues en el capitalismo global el dinero no tiene patria, circula libremente por el planeta, e inversores de todas las nacionalidades forman parte del capital de cualquier multinacional).
Nuevamente, en este caso, los capitalistas pueden sentirse afortunados de que nuestras sociedades se encuentren lejos de la racionalidad. De ser así, ningún trabajador podría tolerar jamás que la empresa para la que trabaja obtenga enormes beneficios, pues en ese caso, al igual que le ocurre al consumidor en el caso de las rebajas, está siendo víctima de una estafa (en esta ocasión, de una manera más esencial si cabe, la naturaleza dual del ciudadano consumidor-trabajador queda más en evidencia). Si entre los costes de producción de esa empresa se encuentran obviamente los costes laborales y estos son en grado inferior a los ingresos que genera la compañía, dando lugar a millonarios beneficios, es evidente que habrá que corregir esa disfuncionalidad subiendo los salarios de los trabajadores, que son los únicos costes de producción que podemos alterar (capital variable). Si, además, le añadimos el hecho, de que hasta que se demuestre lo contrario, lo único que genera valor es el trabajo humano, pues el capital fijo (maquinaria, instalaciones, insumos, créditos…) por sí solo no produce nada, no es más que un montón de chatarra o cuerpos inertes (como se puede observar cada vez que se convoca un paro laboral), a la espera de ser puestos en funcionamiento por el trabajo humano, es incluso milagroso que admitamos la existencia de personas que basan su infinita riqueza en la explotación del trabajo ajeno. Este último mecanismo, la explotación del trabajo ajeno, que, además, como trabajador, no tiene otra alternativa que aceptar esa explotación si quiere sobrevivir pues está desposeído de medios de producción, es lo que se esconde, al final del hilo invisible, tras la penúltima ganga que usted adquirió durante este "blas fraile".