Marisa Lozano Fuego
Bajo la piel
En el reino animal hay multitud de gamas de piel. Está la piel de foca, de oso, de lagarto…está incluso, la piel humana, todas ellas, dermis, epidermis, constituyen una frágil o fuerte tapadera de la carne, la sangre, los instintos y las miserias, la gloria o los sueños de cada especie.
La piel es aquello que se arruga o cae con el tiempo, la depositaria de pigmentos y maquillaje, aquella que hidratamos con afán para que no se seque, como si de un campo de regadío se tratase. Es aquello que acariciamos, cuando tocamos el rostro de una hermana, un amor, un hijo, una amistad profunda. La piel tiene múltiples terminaciones nerviosas, y folículos pilosos, y diferentes tonos que van desde el más oscuro al más pálido, pasando por los magenta e indianos, hermosa mezcla de colores cuando se juntan los cromosomas de dos razas diferentes.
Si nos detenemos solamente a mirar la piel, semejamos especies distintas, pero lo cierto es que al retirarla todos sangramos igual. La piel es solo un envoltorio, tantas veces reverenciada por las marcas de cosméticos y a lo largo de la Historia clasificada o castigada por motivos raciales, discriminatorios, erróneos
¿Juzgaríamos una casa, un modelo de coche, un edificio histórico solo basándonos en la pintura, en la fachada?
Pues así hemos hecho durante siglos con la piel humana. No hemos mirado por debajo, más allá de la dermis y la epidermis, más allá de, los músculos, las lágrimas. Nos hemos quedado en la superficie y hemos estereotipado a seres humanos como si se tratase de un mural.
Los hemos nombrado en base a colores “negro”, “amarillo”, “blanco”, y así hemos fomentado las divisiones, el prejuicio, se han realizado injusticias y se han cortado trajes en base al color. Se ha producido bullying en las escuelas y hemos tardado mucho, mucho en superar ese atraso, por más que en algunas sociedades o ambientes todavía no esté superado, y siga la involucionado idea de que un color diferente es distinto, peor que el nuestro.
Hoy quisiera romper una lanza a favor de todos los colores de pieles, de todos los corazones, de la transparencia del llanto, igual en todos ellos. Tal vez parezca un tópico, pero parece que todavía no nos hemos librado de ese estigma. Y aunque lo hagamos, los flecos permanecen, y seguimos dividiendo a las personas y la sociedad en matices coloridos, y decidiendo cuáles son mejores que otros en base a un criterio de desconocimiento e ignorancia de otras culturas, de otras realidades.
Bajo la piel, todos sentimos el mismo dolor, la misma alegría, exactamente igual tristeza. La piel no nos garantiza un abrigo cuando hiela, ni un lugar fresco cuando arrecia la sequía. La piel se puede mojar de lágrimas, ruina, excitación, sensualidad, poemas, se puede rasgar con un imperdible y también colorear con pigmentos de tatuaje. Es flexible y mutable, se regenera antes que nuestro cerebro, que nuestro corazón. Es, asimismo, ajena a todas estas divisiones, no es culpable de ser clasificada ni tiene la facultad de pensar.
La piel es inocente, mansa, brava, rugosa, suave, es el mayor órgano del cuerpo, nos recubre por todas partes y nos envuelve en su cápsula extraña e infinitamente vulnerable. No está preparada para ser juzgada, excluida, ensuciada, culpada. No tiene la culpa de su color, tonalidad, heridas, cicatrices, lastres del tiempo.
Es una inocente sufriendo exilio, una cápsula utilizada para contener envoltorio de ideas y sentimientos, de vivencias y potencialidades. Es solamente el traje con el que vestimos toda clase de sensaciones, anhelos, pasados y presentes. Donde tatuamos nuestro dolor, angustia, amor, donde queda impronta de historia personal y también tribal, como tribus humanas y grupos sociales. Es la más acusada y la menos culpable de la segregación racial, en tanto que algunos cerebros maquinan la forma de dividirlas y coartarlas. Nuestra responsabilidad humana es despojarla de esta culpa, de estas cadenas, de este traje condenatorio que la conduce a un exilio de piel, de sentimientos, de cuna.
Nuestra responsabilidad social es acoger a todas las pieles dándonos cuenta de su misma inocencia y su igual derecho a existir en un clima de comprensión y armonía.
La piel recubre igual a indigentes que a ricos, a pequeños que a mayores, a afortunados que a desdichados…a todas las edades, géneros y nacionalidades. Habla todos los idiomas y se duele de las mismas tristezas. Por tanto, la piel nos iguala, pues a todos se nos hincha, encoge, arruga, colorea con el sol o moja con la lluvia…es vehículo de unión, debería ser un puente humano por ser común, y no una muralla por pigmentarse diferente.
Todos, todas, llevamos para dormir ese pijama color piel, no nos lo quitamos en la vida, sufrimos y gozamos con él, las relaciones íntimas, los fracasos y éxitos laborales, la enfermedad y la salud…
Es perenne a lo largo de nuestra existencia, es suave o seca, como lo somos nosotros y el propio Destino.
La piel merece ser mimada, y nosotros bajo ella igualmente. Toda piel merece una caricia y un gesto de Humanidad. Todas ellas se hacen reinas en el país de la sangre y las vísceras, allá donde un beso traspasa los labios y una caricia va directa a nuestra aorta.
Si tuviéramos que formar un ejército de pieles, lo haríamos desde la fraternidad y la igualdad que requiere el considerarlas a todas una, a todas víctimas de otros estímulos externos, a todas hijas de la misma Tierra y dignas del mismo cariño.
Si tuviéramos que inventar un himno de pieles, tendría la misma letra, o quizá ninguna.
Mi piel, tu piel, nuestra piel. Su piel, vuestra piel.
Todos los pronombres personales conjugados a una, todos los verbos ungidos con el mismo aceite, marcados por las mismas cicatrices del tiempo, del viento y el Sol.
Tal vez unir pieles y ser consciente de su permeabilidad, su extraordinaria sensibilidad a los halagos, tormentas, desafíos y golpes de Fortuna nos harías más compasivos.
Tal vez considerar a la piel en singular, sin establecer plurales, como ese órgano gigante que recubre a la Humanidad nos haría más empáticos con su verdadera Naturaleza.
Tal vez lamer una sola lágrima sobre dos epidermis diferentes, y comprobar que ambas saben al mismo salitre acuoso, nos dé la pista para imaginar una equidad en derechos y una homogeneidad a la hora de considerar sus diferencias.
Tal vez todo el mundo sea hijo, hija de la misma piel, y solo necesitamos rasgarla lo justo para sentir la misma un pálpito de libertad.