Javier Yuste
Nazis en España: qué «sorpresa»
Hará unos días, en un conocidísimo programa que no necesita de publicidad y que mejora extraordinariamente la insípida calidad televisiva de un domingo por la noche, se habló de un asunto escabroso y supuestamente novedoso para algunos, como es el hecho de que cierta localidad del Levante español hubiera sido una suerte de refugio o santuario para ciertos nombres propios entre la escoria nazi, ya durante la posguerra mundial. La sección tuvo su interés, pero el invitado trató de polemizar ante lo escandaloso del hecho de que estos criminales camparan a sus anchas y sin máscara a lo ancho de nuestra piel de toro porque Franco estaba donde estaba hasta que la palmó. A lo que el presentador, raudo, hizo una verónica con la corta y cierta frase de que sucedía otro tanto de lo mismo en muchos otros puntos del planeta; vamos, que no siempre la vaca del vecino da mejor leche y no es cuestión de ponernos calientes con nuestro ombligo.
Sí, la impunidad fue bastante globalizada y tengo la triste certeza de que si sólo hubieran pasado los judíos por las «duchas» de los campos de exterminio, poco o nulo interés habría tenido en nuestra olvidadiza sociedad la llamada «Solución final», la muerte industrializada.
Yo ni quito ni pongo, pero no es cuestión de rasgarse las vestiduras cuando tenemos documentos gráficos de una ría de Vigo rebosante de germanos dándose baños de sol en la cubierta de sus barcos durante la guerra o de Otto Skorzeny, el principal comando de Hitler, quien firmaba artículos en la prensa española sin utilizar seudónimo. Pero aquí uno se siente resbalar por culpa del suelo que pisa, pues me pregunto a qué estaba jugando el régimen franquista. Era un juego al que se había acostumbrado en la década de 1940, sacándose fotografías junto a gerifaltes de la SS y vendiendo wolframio a paladas, pero también pidiendo el siguiente baile a los Aliados. Acogía y organizaba rutas de huída para criminales de guerra; reventaba ciertas líneas de evacuación de perseguidos por los nazis denunciándolas a la GESTAPO, pero, a renglón seguido, permitía otras y, según el propio Franco en su entrevista de 1966 con el Dr. William A. Wexler y Saul E. Joftes, presidente y director general de la oficina de asuntos exteriores de la organización no gubernamental B’nai B’rith —primer encuentro de un jefe de Estado español mantenía con representantes judíos desde 1492—, había dado órdenes explícitas a las embajadas de proteger y ayudar a cuanto hebreo o represaliado de los nazis cruzase sus puertas.
Aquel fue un régimen abiertamente anticomunista y no reconocía al Estado de Israel. Por otra parte, nunca rompió relaciones con la Cuba castrista a pesar de ser colonizado por las Fuerzas aéreas estadounidenses o cuyos servicios secretos, entre finales de la década de 1960 y buena parte de 1970, fueron adiestrados por agentes del MOSSAD en algunos chalets del extrarradio madrileño. Y todo eso con nazis de chiringuitos por Denia, hoy bien encajonados en sus nichos funerarios.
En 1945 el III Reich fue vencido en los campos de batalla, pero su organización espiritual y sus pilares ideológicos sobrevivieron. A la mancha nacionalsocialista le salieron brazos de pulpo con la diáspora nazi y la emigración previa a varios países latinoamericanos. Es de sobra conocido que muchos oficiales SS y SA de distinto rango se introdujeron (o se mantuvieron) en la estructura administrativa, científica, policial y militar de la entonces recién fundada República Federal de Alemania (como sucedió con Klaus Barbie Altmann, «El carnicero de Lyon», quien, según parece, estuvo al servicio del BND en Bolivia, hasta su extradición en 1982 a Francia tras ser arrestado en La Paz por estafa), así como que los servicios de aquellos más habilidosos fueron contratados por distintos países occidentales (EEUU, Gran Bretaña, etc.), en la lucha contra el enemigo comunista o para comprar los resultados de las investigaciones inmorales en las que habían participado (el caso más sangrante es el de Wehrner von Braun, cuya contribución a la carrera espacial es indiscutible).
En 1982 se acusó a los gobiernos de Franklin Delano Roosevelt y de su sucesor, Harry S. Truman, de colgar una cortina que concedió refugio y la ciudadanía en los EEUU a más de trescientos colaboradores nazis de origen ruso, algunos de los cuales trabajaron como espías en suelo soviético (como el oficial SS y posteriormente agente de la CIA en Jordania y activista antisoviético Tscherim Soobzokov, asesinado en un atentado terrorista perpetrado por la Liga de Defensa Judía en 1985). Información esta que es uno de los frutos de la investigación de Barney Frank, miembro de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, tras inquirir en 1978 al Ejército de su país sobre ciento once ciudadanos cuya filiación nazi clamaba al cielo.
El cazanazis Rabbi Hier, decano del centro Simón Wiesenthal de Los Ángeles, en una entrevista publicada en USA TODAY de 1 de abril de 1985, habló de la frustración que le causaba la inactividad gubernamental de muchos países en los procedimientos de extradición de criminales de guerra refugiados en España, Italia, Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Siria, etc., como se dio con el Dr. Josef Mengele, «El ángel de la Muerte», en Paraguay. Principalmente acusaba a los Estados Unidos de América, aunque en otros artículos del mismo año llegó a señalar cierta desidia por parte del gobierno de Tel Aviv, seguramente más preocupado por el terrorismo del Frente Popular para la Liberación de Palestina y todo lo que se cocía ante sus fronteras que por la suerte de unos ancianos matarifes en sus últimos años de vida y retiro en la Pampa. Es más, Hier afirmó que el ya mencionado aquí Otto Skorzeny, cuya base de operaciones estaba en nuestro país, había sido contratado por los Estados Unidos de América y estaba protegido por Washington al ser un activo anticomunista de suma importancia.
Es una gran verdad que los criminales del III Reich no se escondieron de nadie. Algunos vivieron sin cambiarse de nombre en las poblaciones donde crecieron y trabajaron durante varios años, hasta que el tema del holocausto fue recuperado para la literatura y el cine gracias a la obra autobiográfica de Miklós Nyiszli. En ese momento se encendió la luz de la cocina y las cucarachas tuvieron que salir pitando hacia los rincones más oscuros. Pero ahí siguieron después y fueron capaces, desde el primer momento y durante décadas, de mantener sus bases ideológicas incólumes y contaminar muchas mentes y gobiernos.
A esto último me gustaría aportar unos apuntes curiosos extraídos, a su vez, de distintos informes desclasificados de la CIA, empezando por uno de 1949, donde se refiere la existencia de una revista en lengua germana, supuestamente de cultura general, e impresa por la Editorial Durer (calle Sarmiento, nº 542 de Buenos Aires), distribuida por varios países del cono Sur, de la que se encontraron varios ejemplares en España y la RFA: «Der Weg» («El sendero»). Se destaca en el informe la colaboración de Eberhard Fritsch, confidente de Adolf Eichmann y director del Instituto Ibero-Americano en Madrid, un prominente nazi afincado en Argentina durante la segunda guerra mundial, y la de Gustav Friedl y Hans Müller, otros de su misma calaña. «Der Weg» pretendía animar a los alemanes, allá donde se encontrasen, a reavivar la llama del nazismo y a rebelarse contra el Gobierno de Bonn y las potencias occidentales pues "la meta de la revolución germana, la cual se está cuajando desde 1914, es el mundo entero", rubrica el agente argentino de la CIA en el punto 4.
Profundizando en distintos números de «Der Weg», en el primero de 1951 un tal M. B. escribió una «meditación» en perfecto castellano con la que nos hace un guiño significativo: "[…] la humanidad (necesitará) esos mismos hombres integrales que hoy condena y persigue". Aún estaban calientes los juicios de Núremberg. Blanco y en botella.
Por si fuera poco, en 1950 se reporta la existencia de «Die Brücke» («La Campana»), publicada por Godofredo Wilhelm María Entres en la "Livraria Internacional A Ponte", de Florianopolis-Estreito, Estado de Santa Catarina (Brasil), de línea abiertamente antiamericana y antisemita, y que se podía encontrar en la Librería Cervantes, apartado de correos 415, Buenos Aires, y la de Eduardo Albers, apartado de correos 9736, de Santiago de Chile.
Lo que me hace especial gracia de estas publicaciones —a las que se suman otras cuantas más que fueron naciendo y muriendo como flores de una planta que nadie arranca y que llega viva hasta hoy—, es la sección de publicidad. En «Der Weg» damos con páginas y páginas y más páginas que contienen anuncios de negocios de todo tipo: desde ropa para bebés hasta talleres de la red oficial para la reparación de Mercedes-Benz, pasando por tiendas de muebles, chocolaterías, restaurantes, clínicas privadas, cervecerías y fabricantes de acordeones, entre otros muchos con acento marcadamente germano y cuyos titulares, no cabe duda, comulgaban con el credo.
Pero así podríamos estar hasta mañana y recordar aquel artículo de la extinta Interviú que trató de nazis en España y su simbología pública.
¿Debería sorprender a alguien que hubiera oficiales nazis tomándose cañas y unas aceitunas en un chiringuito de playa de la costa levantina un día de sol durante el verano de, qué sé yo, 1966, en recuerdo del viejo Adolf? No. Como tampoco verlos en otros lugares públicos y que los coches del Plan Marshall pasaran de largo por la calle principal de Villar del Río en la película de Berlanga.