Valentín Tomé
Res publica: Posmodernidad positiva
Las vemos por todas partes. Están en las carpetas de los estudiantes, en las paredes de las oficinas de trabajo, en los escaparates de las tiendas, en los muros personales de Facebook o en las aulas de los centros educativos. Son la consecuencia directa del vector ideológico del neoliberalismo en la micropolítica. Han sido en los últimos años el principal atrezzo de las paredes naranjas del cuartel general del nuevo producto electoral: Ciudadanos. No en vano se autodefinían, entre otras muchas cosas, como el primer partido realmente (neo)liberal de este país. Por supuesto ellos no han sido los únicos portadores de ese nuevo artefacto cultural popular, hacía largo tiempo que este se había puesto en marcha entre los aparatos mediático culturales del sistema, pero sí tuvieron la iniciativa de exportarlo también al terreno de la política.
"Cree en ti y todo será posible"; "tú puedes ser lo que quieras ser"; "todos tus sueños se pueden convertir en realidad si tienes el coraje de perseguirlos"; "es duro fracasar pero es más duro no haber intentado nunca triunfar"… Los ejemplos son infinitos pero todos tienen el mismo patrón común: la acentuación positiva del individuo como ser supremo en la creación de la realidad que experimenta.
Lógicamente todo esto no surge en el vacío sino como un subproducto cultural del neoliberalismo. En un tiempo en el que el trabajo es un recurso escaso y los países occidentales se van desindustrializando, o bien por las deslocalizaciones o bien por la automatización de los procesos de producción, nos encontramos ante una situación socioeconómica en la que una gran parte de la población es empujada laboralmente al sector servicios, pero resulta del todo evidente que este no puede absorber a todo ese ejército de trabajadores, por lo tanto no queda otra solución que "animarlos" a emprender, es decir, a que se hagan autónomos, o lo que es lo mismo, trabajadores que se explotan a sí mismos. Y ante los temores e incertidumbres que todo ello genera entre una población empobrecida que está poniendo en juego su escasa renta y patrimonio para abrir su propia empresa, surge entonces toda una propaganda popular en torno a lo que se ha dado en llamar pensamiento positivo.
Sin embargo, este objetivo inicial se vio rápidamente desbordado y, como un meme vírico ha infectado las mentes de multitud de individuos, penetrando en prácticamente todos los aspectos de la vida. Esta entronización del individuo como creador supremo de su propia realidad se halla detrás de multitud de síntomas sociales que apreciamos en nuestros tiempos; me refiero a la proliferación cada más acentuada del individualismo, la antipolítica, la pseudociencia, el relativismo extremo… En definitiva, esta industria del pensamiento positivo de la autoayuda es un artefacto cultural necesario para la generación de todas las características propias de lo que conocemos como posmodernidad.
Paradójicamente, hace décadas que se sabe que todo ente vivo no es más que la iteración entre genes y ambiente (epigenética) o por expresarlo en el ámbito humano con las geniales palabras de Ortega y Gasset: "Yo soy yo y mis circunstancias". Por si fuese necesario aportar alguna prueba sobre ello basta consultar la literatura científica sobre los llamados niños ferales, es decir aquellas personas que han vivido alejadas de la sociedad durante un largo periodo de su infancia, sin contacto humano. Como es fácil deducir, estos pequeños individualistas involuntarios sufrieron de irreparables daños cognitivos y emocionales en su desarrollo que hicieron prácticamente imposible a posteriori, cuando ya fueron encontrados o rescatados, su educación y reinserción social. Sus capacidades innatas no tuvieron oportunidad alguna de desarrollarse pues el ambiente en el que se criaron cercenó cualquier posibilidad para su expresión.
A pesar de ello, como si de radicales filósofos idealistas se tratase, el pensamiento positivo posmoderno niega el poder de las estructuras sociales y ambientales que condicionan de manera significativa la vida de las personas y sus decisiones, y se centra en un superindividuo dotado de un mecanismo de voluntad suprema que se sobrepone a todas sus circunstancias y fabrica así la realidad que desea. Como corolario de esta falacia se ha llegado al paroxismo de culpabilizar a un desempleado por su situación o, lo que ya es más inaudito incluso, hacerle creer a una persona que padece una enfermedad grave que su sanación depende de él mismo, como si se tratase de una cuestión de actitud (para ser consciente del grado de penetración de este tipo de pensamientos en nuestras sociedades, analícense los lemas con los que se llevan a cabo diferentes campañas publicitarias sobre la prevención de determinadas enfermedades). De lo que se deduce que alguien que haya fallecido víctima de un cáncer es porque no deseó vivir con la suficiente fuerza o porque no creó las condiciones mentales adecuadas para que las células de su cuerpo que modificaron su material genético dejasen de multiplicarse. Un auténtico delirio.
Evidentemente nada de esto es inocente; en un contexto neoliberal donde el Estado debe tener una presencia mínima según sus popes, al menos para regular la economía y crear unas condiciones que garanticen la justicia social, no así para elaborar las legislaciones adecuadas para expandir los mercados, las privatizaciones y los rescates públicos de las empresas estratégicas cuando así sea necesario, donde ahí se hace maximalista, resulta del todo útil para favorecer esta estrategia que una persona acabe convenciéndose a sí misma de que si se encuentra desempleada es porque no se ha esforzado lo suficiente o por no tener la actitud correcta o simplemente porque se lo merece, y no porque las condiciones en las que desarrolla su vida son hostiles a su reinserción laboral; o bien que una persona que padece un cáncer acabe creyéndose que su sanación depende de ella misma, y no de una financiación pública fuerte de la investigación científica.
Afortunadamente, unos siglos atrás, la mayoría de los ciudadanos jamás creyeron en el poder del individuo aislado para modificar sus condiciones socioambientales, pero sí lo hicieron en el poder de lo colectivo para revertir la realidad y desde ahí, precisamente, cambiar sus realidades individuales. Es decir, fueron perfectamente conscientes de que para modificar la realidad que experimentaban debían previamente recurrir a la organización política colectiva para desde ahí modificar las circunstancias de las que hablaba Ortega y poder así dar un giro a sus vidas. Gracias a ello, hoy disfrutamos (aunque no sabemos por cuanto tiempo) de una educación y una sanidad pública y universal, de unas vacaciones pagadas, de una prestación por desempleo, de una pensión por jubilación o de una seguridad jurídica que han hecho más por cambiar y mejorar la vida de las personas que cualquier número infinitamente grande de pensamientos positivos individuales activados en las redes neuronales de nuestros cerebros, que allí nacen y allí se quedan, mientras la realidad siga su curso.
Permítame para terminar un pequeño consejo, si realmente desea modificar "su" realidad y ha echado mano infructuosamente para ello de todas esas frases de autoayuda posmodernas de las que hablábamos más arriba, es hora de que las sustituya por otras de carácter más científico y que empíricamente han demostrado dar mejores resultados. He aquí algunos ejemplos: "El pueblo unido jamás será vencido"; "La revolución no se hace sino que se organiza"; "La peor lucha es la que no se empieza" o "Trabajadores del mundo, uníos, no tenéis nada que perder excepto vuestras cadenas".