Sola con alguien

06 de octubre 2021
Actualizada: 18 de junio 2024

Se acomodan por fin en la mesa del restaurante. Ella ha escogido con cuidado la ropa; él no. Se sientan frente a frente, sin decir nada. Sobre la mesa, puesta con todo lo necesario para el almuerzo, colocan los teléfonos móviles, como quien desenfunda una pistola preparada para un duelo

Se acomodan por fin en la mesa del restaurante. Ella ha escogido con cuidado la ropa; él no.

Se sientan frente a frente, sin decir nada. Sobre la mesa, puesta con todo lo necesario para el almuerzo, colocan los teléfonos móviles, como quien desenfunda una pistola preparada para un duelo.

Comienza él y se queda abducido por la pantalla.

Ella mira alrededor, al pan, a la mesa de al lado. Pasa un rato sin que él levante la cabeza del móvil y ella decide agarrar el suyo. Lo mira sin mucho interés y pasa otro rato. Lo deja encima de la mesa y mira a su compañero, esperando a que la mirada de él se encuentre con la suya; pero eso no sucede.

Tan absorto está él en lo que lee, que ni siquiera se da cuenta de que ella le está mirando. Ni de cómo le queda lo que lleva puesto, ni del ambiente del restaurante. Podría estar en cualquier otro sitio donde hubiese wi-fi.

Sólo cuando se acerca el camarero para atenderles y le pregunta qué va a tomar, levanta la vista de la pantalla, lo mira y le responde, para volver a disolverse en la luz azul que centellea desde sus manos hasta la mesa contigua.

Ella cuelga en la silla el bolso que se había quedado sobre la mesa. Mira los cuadros, las botellas, la pared, que es de piedra. Como él.

Llega la comida y él cambia el móvil por los cubiertos. Han pedido entrantes distintos, pero no los comparten. Comen en silencio. Cada uno solo con el otro, en esa clase de soledad dolorosa. Esa que amarga porque no parece soledad. Esa que engaña porque no es una realidad objetiva.

Él se aplica en la comida, ella en la resignación, y come también. Entre plato y plato comentan algo por fin. Seguramente algo trivial, no lo que realmente quieren decir porque nunca llega el momento para hacerlo.

Acaban el postre y piden la cuenta.

Se levantan y ella le espera para salir juntos, pero no llegan a juntarse más que un momento.

Ya en la calle, conversan un poco, quizá decidiendo hacia dónde ir porque Pontevedra es una ciudad que no conocen bien.

Comienzan a caminar y ella busca la mano que él lleva metida en el bolsillo lateral del pantalón. Tantea y encuentra los dos dedos que él saca, como para dársela a un niño pequeño.

Él no da más y ella no pide. Él está cómodo y ella acostumbrada a la comodidad de él. Lo mira, pero sus miradas tampoco se encuentran esta vez y cruzan la calle así, en silencio, en una soledad donde uno y uno no llegan a ser dos.

Hay silencios cómodos, hasta dulces. Esos que resultan de la familiaridad, en los que nos encontramos tan a gusto con el otro que no hace falta hablar para sentirse acompañado. Hay silencios incluso necesarios. Otros, resultan violentos.

La tristeza es más dolorosa aun cuando va disfrazada de felicidad y la violencia, cuando no está a la vista, es más dañina. Nadie puede liberarte de ella. Solo tú.