Kabalcanty
Transoceánico (2ª parte)
El capitán escuchaba el teléfono de una manera marcial: en posición de firme, la cabeza alta y la mirada fría perdida en el horizonte marino. Asentía a lo que le decían al otro lado de la línea permitiéndose un ligero ladeo de su bigote desde su encorsetada posición.
— En efecto, almirante, somos sabedores los doce de que ha sido el azar del sorteo lo que nos ha introducido en esta misión -decía, moviendo la cabeza con decisión- Sabemos del riesgo y de la imprecisión del rumbo a estancias de las circunstancias, señor.
El capitán volvió a centrarse en la escucha.
— No quiero dejar pasar la ocasión, por si las comunicaciones, una vez que zarpemos, son contrarias, como es de prever, de agradecerle en nombre de todos, almirante, el que se hayan ocupado de nuestras familias embarcándoles en ese avión fletado por el ejército. ¡Un orgullo servir a la patria, V.E! ¡Viva el ejército! ¡Viva la armada! ¡Viva………
Con el gesto algo contrariado por el corte súbito de la comunicación, el capitán guardó el móvil en el bolsillo de su guerrera blanca. Llamó al cabo primero, el único mando con el que podía contar en la travesía, para anunciarle que a las ocho horas en punto el barco zarparía del puerto.
— Cabo, tome las diligencias oportunas para que los pasajeros empiecen a subir sobre las siete. Ah, por cierto, y dígale de mi parte al sargento Murría, el suboficial de guardia en el puerto, que active ya mismo el control de pasajeros; no quiero tener disturbios en la subida a bordo.
— A la orden, mi capitán.
Dijo el cabo primero con el rostro tenso.
— Y la subida a bordo de las cargas que comiencen ya mismo.
Al comenzar a elevar los contenedores de carga al barco, el bullicio de las grúas y el fragor de las órdenes en las dársenas soliviantó a los que esperaban en la cola. El murmullo fue haciéndose cada vez más sonoro en la madrugada. Muchos se colgaban ya sus bultos en la espalda, azuzaban a los niños para que se juntaran al grupo familiar o voceaban nombres a lo largo de la fila con gestos de ansiedad. Aunque el reloj del puerto marcaba las 3: 17, y todos sabían que hasta las 8:00 no partiría el buque, el nerviosismo por embarcar era patente.
— Nos ha costado un ojo de la cara hacernos un hueco en este viaje y no estamos para templar gaitas.
Decía un hombre corpulento al cordón de militares que les observaban indolentes.
— Tiene usted razón: doce horas llevamos aquí esperando como veletas y tenemos ganas de sentar el culo en sitio seguro. Y estas criaturitas ¿qué?
Añadió una mujer que llevaba en brazos a un niño de corta edad.
Ana y Jota sintieron cómo volaban por los aires dentro del contenedor.
— Es la misma sensación -dijo Ana, tumbada entre los paquetes de azúcar junto al hombre- que cuando subes en un ascensor al piso 45.
Baldomero y el hombre de color, bajo la lona, sintieron el soplar del viento marino.
— ¡Coño, cómo entra el biruji, Mamadu!
Exclamó Baldomero tratando de encontrar al otro entre los trastos.
— ¿Biruji? -dijo el negro- ¿Qué leches es biruji?
— ¡El aire frío, carajo! ¿No tenéis biruji en Malí?
— Malí mucho calor, grandes lluvias, poco…..biruji.
— Por no tener no tenéis ni mierda en las tripas, puajjjjj.
Acabó terminando Baldomero con su aire agrio y arrebujándose bajo la lona. Mamadou sacudió la cabeza sonriendo.
Con el clarear del día se fue agolpando una ingente multitud al otro lado de la valla del puerto. Agitaban violentamente la valla gritando su derecho al embarque. El capitán, desde la cubierta del buque, ordenaba desde un walkie refuerzos para la zona.
— ¡Maldita sea mi estampa! –exclamó, tirando el aparato al suelo- ¡No funciona nada, rediós!
Se inclinó sobre el pretil de cubierta para gritarle al cabo primero.
— Sí, mi capitán -contestó el cabo visiblemente desbordado- Pero el caso es que no hay hombres para estar en tantos lados. El sargento Murría dice que si esto sigue así terminarán volcando la valla.
— ¡Pues que empiece el embarque ya mismo! -bramó el capitán fuera de sí- ¡No pierda tiempo y dígale a Murría que apremie la subida a bordo!
Los soldados comenzaron a avivar a las personas de la fila para que embarcaran con celeridad. La gente protestaba por la prisa pero otros, aquellos que cerraban la cola, veían el maremágnum en la valla del puerto y apretaban a los de delante por lo que pudiera avecinarse.
La carga se hizo rápida y eficazmente y todos los contenedores y embalajes quedaron en el barco antes de lo previsto. El sargento Murría, en mangas de camisa y empapado de sudor, terminó el cometido de la carga para activar un embarque veloz sin dejar de controlar a la multitud a las puertas del puerto.
— ¡Vamos, vamos, haced que los pasajeros vayan ligeros!
Faltaban unas doscientas por subir al buque, cuando el cercado portuario cedió. La multitud corría enloquecida hacia el puente de embarque derribando soldados, cajas o cualquier objeto a su paso. Varios soldados dispararon al aire pero nada parecía inmutar a la turba. Los que faltaban por subir al barco aceleraron colisionando con otros en la pasarela. Entre el clamor de los que deseaban alcanzar el barco, comenzaron a escucharse ayes y exclamaciones de pánico entre los que embarcaban. Todo se volvió caótico, imprevisible, y poco o nada podían hacer un contingente militar tan escueto.
— ¡¡ Suban deprisa!! ¡¡Vamos más deprisa, joder!! -el sargento Murría empujaba a los pasajeros pasarela arriba- ¡Díaz coloque todos esos bidones ahí delante! ¡Vamos, dejen las armas y ayúdenle!
Todo fue en balde porque la marabunta llegó al puente de embarque antes de que hubieran subido los otros. Ni siquiera Murría tuvo ocasión de disparar al aire antes de desaparecer entre la aglomeración.