Marisa Lozano Fuego
Aquellos pantalones
Aquellos pantalones me miraban. Desde el ángulo convexo de la puerta entreabierta del armario, me hacían guiños secretos de los que solo ellos y yo poseíamos la clave para descifrar.
Eran, sin faltar a la verdad, algo gastados. Su desaliño constituía su mayor belleza, al igual que el rostro de una dama ya entrada en años que envejece con dignidad y donde cada arruga representa un capítulo de vida, un surco de camino. Eran, si recuerdo, vaqueros en tono deslucido y con hilillos colgando de las perneras, como mechones de cabello de Rapunzel asomando por la ventana, a modo de trenza romántica. Eran color ilusión, tristeza, adolescencia, decepciones, esperanza, amistad y nocturnidades. Difícil definir un solo matiz. Tenían una mancha imborrable a la altura de la rodilla izquierda y un roto a la altura del pompis, allá donde acaba la espalda.
Yo los adoraba. Eran la prenda más destrozada de mi armario, y también la más querida.
No recuerdo dónde los había comprado, ni cuál fue su aspecto original.
Posiblemente tenéis unos así, o parecidos. O vuestros hijos, hijas los tengan. Tal vez odiéis esa prenda con todas vuestras fuerzas y ardáis en deseos de darles su justa sepultura, en el cubo de la desesperanza, junto con las mondas de patata y los envases de Danone vacíos.
Es razonablemente lógico. Su apariencia no le acompaña, y de todos es sabido que la primera imagen prevalece y la estética importa en este Universo superficial donde no vemos más allá de nuestras pieles, colonias y dentaduras blanqueadas.
No es un reproche, seguramente si lo llevara otra persona a mí me sucedería igual.
Pero este es MI pantalón, y hay una carga de cariño en mi mirada, que me impide ver sus defectos.
Como cuando amamos a alguien. Pues eso, no soy objetiva.
Otra cosa, aquellos pantalones me habían sido fieles por años, eso también cuenta.
La lealtad es un punto a favor en estos menesteres del corazón.
Habían estado conmigo sentados en bancos de la facultad en sus tiempos, tumbados sobre la hierba al sol, sido testigos mudos del primer beso y la primera lágrima…
Habían recibido luces y sombras, tormento y mimo, se habían roto con mi corazón y cosido con él,… ¡eran amigos míos!¿cómo desecharlos?
Ahora en la edad madura y aunque de cadera ya no me valgan, me resisto a tirarlos por un impulso compulsivo de limpieza. Al igual que a mi primer peluche, un saco de ácaros gris en forma de osito .
Lo más poético fue hace tiempo, el día que me disponía a caminar con ellos y me avisaron con amabilidad y tacto que tenían un agujerito…agujerazo más bien, ya he dicho dónde.
Comenté muy digna que estaba hecho aposta, como ventilación central. Creo que la mentira no coló. Lo llevé a casa y lo remendé con cariño, como si de un herido de guerra se tratase.
Hoy día veo pantalones por ahí con muchos agujeros más, y sinceramente no me planteo coserlos. Cada uno tendrá su motivo, estética e historia, que respeto. Pero no son el mío.
Imagino que cada persona de las que posee uno tendrá una historia que contar.
Quien dice pantalón dice chaqueta, todos tenemos esa prenda fetiche, cómplice de nuestras andanzas. Como es natural, la usamos mucho más que el resto, aunque sea la más perjudicada del guardarropa. ¿Por qué?
Lealtad, costumbre, rutina, amor quizá.
Mis pantalones no están bautizados, a no ser que unos cuantos lavados en esa máquina infernal que los destiñe se consideren sacramento.
Pero para mí tienen nombre, son “esos pantalones”, o “aquellos pantalones”, siempre con demostrativo delante. No hacen falta más señas de identificación ni un chip bajo su vieja piel para ser identificados.
¿Que no tengo otros? Por supuesto, y más modernos y más lindos, pero a mí me gusta guardar esos, por si en un salto al pasado mis caderas disminuyen de nuevo y puedo volver a ponérmelos, recordando todo lo bueno que me han vivido conmigo.
¿Os pasa?
He hecho donación de ropa, vaciando el armario de jerseys y abrigos, bufandas, me he desprendido sin problema de muchas prendas por si a alguien pudieran servir mejor…pero a él, lo he salvado. Allí está.
Mirándome con ojos bellos y los lacrimales henchidos de recuerdos de juventud.
Alcanzar la cuarentena no es fácil, Bridget Jones lo sabía y yo también. Aquellos pantalones siempre son y serán la seña de una veintena fulgurante, donde los whatsapp aún no existían, se quedaba en la plaza y las cosas antiguas se quedaban entre nosotros como recuerdo de lo que fue. De lo que es. De lo que pudo haber sido.
Aquellos pantalones. Esos pantalones. Aquel pasado. Este presente.
No me juzguen por querer conservar un trozo de tela en mi armario que recuerde cuándo dolió, cuándo fue épico y cuándo será, por definición, un momento inolvidable.