Beatriz Suárez-Vence Castro
Ante todo, compostura
El viernes 24 de septiembre, festividad de la Virgen de la Merced, leía en la contraportada del Diario de Pontevedra como Juan Tallón logró mantener la dignidad durante una apabullante caída. Una caída de esas que duelen simplemente al leer como la describe el caído y, al mismo tiempo, hace muchísima gracia. La risa la provoca, además de la habilidad narrativa del escritor en este caso, ese impulso irreprimible de reírnos cuando no procede, cuando sabes que está mal hacerlo, pero no puedes evitarlo. Las caídas nos conectan inmediatamente con ese halo entre cómico y trágico que tiene la vida misma.
Acabar en el suelo sin saber cómo y nuestra posterior reacción, cuando los demás nos miran, resume muy bien esa necesidad que tenemos los humanos de mantener un mínimo de compostura ante el orgullo herido en los momentos más estrambóticos; esos que te recuerdan que, en el fondo, somos muy poquita cosa.
Ignoraba yo, tan de mañana, lo premonitorio de la lectura. No me caí en público como Tallón, pero mi dignidad iba a verse también seriamente amenazada.
Hizo ese viernes un tiempo de otoño loco, entre sol y sombra, viento y calma, nubes de tonalidades varias, algún claro en el cielo y todo lo que a ustedes se les ocurra que puede haber en un mapa climático. Soy yo metereosensible y el tiempo cambiante me nubla la cabeza, por no hablarles del cuerpo, ahora que mis huesos son termómetros.
No quise dar facilidades al dolor que amenazaba con comerme, y salí a pasear con mis dos perros. Empecé el paseo con sol y a mitad de camino ya estaba nublado.
Antes de llegar al paseo de Laño, empezaron a caer unas gotas gruesas y hermosas; de esas que mojan y hasta duelen un poco si te dan de lleno. Iban finas de puntería así que cuando hicieron diana unas cuantas veces, abandoné mi optimismo natural (el mismo que me había empujado a salir sin chubasquero) y apuré el paso.
El problema es que, como ya les conté, no iba sola.
Mi perra Nora no es animal de hacer las cosas a medias y no deja una sola hierba por oler en todo el camino. Es una podenca altamente perfeccionista en materia olfativa. No así el macho, Chapito, que, si bien es aplicadísimo guardando la casa, camina oliendo más bien por seguir la corriente, sin el entusiasmo ni la plena dedicación de su compañera. Él y yo nos miramos con resignación mientras intentábamos que Nora se diese cuenta de la que iba a caer, cosa que no sucedió hasta unas cuantas hierbas más tarde.
Para entonces estaba clarísimo que no íbamos a alcanzar el objetivo que nos habíamos propuesto de recorrer la playa de Laño por su pasarela de madera. Empecé a pensar entonces dónde rayo iba a refugiarme con los dos perros. Ya habíamos pasado todas las marquesinas de autobús que había hasta la playa, porque la vida es así cuando se pone difícil. Entonces, como todo aquel que conoce el terreno que pisa como la palma de su mano, se me ocurrió donde iba a ser: en la caseta de madera de los baños públicos que hay a la entrada de la playa. Empecé a desear con todas mis fuerzas que no estuviesen ocupados.
Bajamos pitando la cuesta. La puerta estaba abierta, así que entramos a esperar a que amainara lo que era ya un aguacero. Dejamos la puerta abierta porque, de atascarse el pasador, nuestra situación podía complicarse todavía más y tampoco podría ver si cesaba la lluvia.
Pasaron dos minutos, tres, cinco. Una eternidad para una mujer impaciente y dos perros de campo. Ellos decidieron sentarse. Me dieron una envidia tremenda porque aguanto mal de pie así que empecé a pensar qué podría hacer para estar más cómoda. El suelo no era una opción y sentarme así, en un baño público con la puerta abierta, pues tampoco parecía buen plan.
Pero el dolor puede ser muy persuasivo. Vi que además del inodoro, había allí una especie de tarima para apoyarse, imagino que destinado a personas con problemas de movilidad, entre en las que en aquel momento me encontraba. Así que decidí utilizarlo.
A pesar de que había un cartel que ponía que aquel espacio se desinfectaba todos los días, los remedios de la abuela quedan grabados a fuego en la mente, así que puse un trozo de papel entre el asiento y mi pantalón. Mi perra, que tiene la costumbre de vigilarme como un sereno cuando las cosa no salen como estaba planeado, me miraba desde su privilegiado lugar, al lado mismo de la puerta, con un gesto de reproche que conozco muy bien, pero no me dejé intimidar y preferí concentrarme en lo poco que había allí para leer. Un cartel, entre los demás, captó mi atención: aforo limitado a una persona. Técnicamente lo cumplíamos
Así, sentada, con la puerta abierta, viendo llover, solo me quedaba esperar la llegada de una amiga que iba a visitarme a mi casa y a la que había avisado de que salía con los perros y que, si no estaba cuando ella llegara, la avisaría para que nos fuera a recoger. Tengo amigos así, por eso he podido sobrevivir todos estos años.
Opté por ser positiva y pensar en que era un buen momento para trabajar la virtud de la paciencia y en que, al fin y al cabo, podía haber sido peor: podía haberme calado hasta los huesos y sin embargo estaba casi seca. Los perros tampoco se habían mojado mucho. Por otro lado, las probabilidades de encontrarme a alguien conocido, pero no amigo, que pudiese sorprenderse con mi extravagancia, bajo aquel aguacero en una playa en otoño, eran muy pocas.
Hasta que noté que los perros se agitaban y vi llegar un coche.
Su conductor aparcó allí mismo, delante de lo que ya empezábamos a considerar nuestra cabaña. De él salió el hermano del primer chico que me gustó en mi vida, cuando teníamos como doce años, yo y trece, él. Y allí me encontró: sentada en un baño público, con la puerta abierta, rezando para que claramente se viera que lo que tenía debajo era un banco o similar.
Después de un primer minuto del que se pudo contar cada segundo, rompí el hielo y le expliqué, por si no se había dado cuenta, de que estaba allí refugiándome de la lluvia.
Él como buen gallego, imperturbable, sacó del coche un perro precioso y me contó que venían a pasear tan lejos de la ciudad porque el animal era hembra y estaba en celo. Un lugar más apartado mermaba el número de machos que podían acercársele y hacía el paseo menos engorroso. Charlamos un ratito de nuestros respectivos perros como si nos hubiésemos encontrado en un parque una tarde cualquiera de un día normal y nos despedimos, yo desde la cabañita y él enfilando la pasarela, bajo la lluvia.
Me vino a la cabeza la imagen de Isabel II en esas fotos que le sacan los paparazzi, sentada en una silla en la campiña inglesa, con una pañoleta en la cabeza y un perrito Corgi a cada lado. Sencilla, pero reina. Así, tal cual, me vi: como la marca blanca de Isabel II.
Sonó el teléfono en mi bolsa. Mi amiga ya había llegado a la puerta de mi casa. Le di la ubicación y le dije que me avisara al llegar. – Y no te preocupes, la tranquilicé- Hay sitio para aparcar.
La flema británica tiene una seria competidora en la cachaza gallega. Tan diplomáticos sabemos ser, tan dueños de la situación, por muy absurda que resulte, que deberíamos organizar un equivalente a la ceremonia de la Orden del Imperio Británico, nombrando caballeros y damas. Una Órden "moi nosa", con evento ceremonioso, pero enxebre, nombrando a hombres y mujeres que hayan demostrado su afouteza, cachaza, retranca, o todo a la vez, saliendo de situaciones rocambolescas sin pestañear.
Algo que fuese a la Orden Inglesa, como lo que el festival de cine de Cans en O Porriño es al Cannes francés.
Lo íbamos a pasar bárbaro.