Kabalcanty
De cuando me vistieron de militar (10ª y última parte)
Con ese decorado y contenido fueron pasando los meses en el RAMIX 30. Me encontraba a gusto en esas tertulias vespertinas porque era lo que siempre había ansiado: sentirme escritor entre artistas. Me daba lo mismo que fueran principiantes y que su aspiración, igual que la mía, era un propósito utópico que se tendría que construir fuera del servicio militar. No sobraban ganas y teníamos planes para entrar en ese mundo atractivo fuera de la forma que fuera. Éramos tremendamente jóvenes.
Particularmente tendría que romper con mi trabajo familiar para buscarme la vida por otros derroteros que me condujeran a la cercanía de la escritura. Estaba convencido, gracias a mis colegas que ensalzaban mis versos y prosas encomendándome a la grandeza literaria, que me abriría camino tras este año de afianzamiento en Ceuta.
Aunque no de la manera que pensaba a priori, esos catorce meses habían cambiado mi percepción de mí mismo. Paco Feria y Antonio Ansarda eran los pilares sobre los que se aferraba mi voluntad y eso lo encontré lejos de Madrid haciendo reales mis deseos de sentirme poeta. Mis conversaciones con ellos, sin olvidar la de otros tertulianos presentes en las tardes en la Imprenta del Almacén, no sólo me aliviaban de soledad sino que ensanchaban mi mundo literario enriqueciéndolo.
La tarde anterior a nuestro fin en el ejército hicimos en el mismo Almacén una especie de fiesta a la que también asistieron los nuevos integrantes asignados a ese destino. Manolo, Casto, Antonio y yo hacíamos las veces de anfitriones recordando los buenos momentos pasados y otros menos agradables. Como veteranos, les dimos unos cuantos consejos prácticos a los "chinchorros" para seguir "vivos" a las órdenes del sargento Blanco y el teniente Ríos.
El día de nuestro licenciamiento, vestidos sin el uniforme militar y tras una plácida travesía del Estrecho, nos reunimos los tres, junto con Vidal Muñoz, un escultor madrileño, asiduo esporádico a las tertulias, que se ganaba la vida malamente con la confección y venta de pulseras en el Rastro madrileño, en un bar de Algeciras cercano a la estación de tren. Vidal estaba exultante pues había pasado por la aduana una bola de hachís de considerable peso escondida en el doble fondo de su maleta. Los demás también estábamos desbordados aunque sabíamos que nuestros trenes partirían hacia sitios diferentes. Pero eso sería dentro de varias horas y a ninguno de los cuatro le importaba el tiempo en esos momentos.
De lejos, entre la aglomeración del puerto, vislumbré a Larry primero y luego a Mario. Tanto ellos como yo, aunque nuestros destinos eran la capital, hicimos el menor gesto de encuentro. Tácitamente nos saludamos con la mirada sabedores de que nuestras direcciones no coincidían, pertenecíamos a mundos diferentes.
Comimos algunos bocadillos pero bebimos sin tino. Vidal terminó liándose un porro, en los aseos del bar, para terminar recitándonos, con su voz grave y su rictus histriónico de tanto calado, unos poemas de Nicanor Parra, al cual adoraba. Desde sus ojos verdosos y con su timbre de voz templado y convincente, nos adentraba en una atmósfera poética que llenaba de resonancias cualquier nimiedad de nuestro alrededor. Aplaudimos a rabiar vitoreándole con delirio, lo cual condujo al camarero del bar a llamarnos la atención convidándonos a que nos largásemos.
Sin más dilación, partimos hacia la estación cargados con nuestras maletas y bolsas. Llevábamos regalos para las familias, novias y amigos, aparatos de música a precio más que razonable comprados en Ceuta, tabaco, botellas de whisky y los típicos enseres para el aseo junto con la ropa interior. A primeros de octubre todavía duraba el buen tiempo por lo que nuestra ropa, vaquero, camisa o camiseta, era la única vestimenta que portábamos y la llevábamos puesta. Nadie se trajo como recuerdo ningún atavío militar, excepto Fernando que le colgaba, a modo de llavero en una de las trabillas del pantalón, la tira de cuero del gorro militar de paseo.
Nos separamos en los andenes del tren. Nos abrazamos conteniendo las lágrimas en público a duras penas; luego Vidal, que también tenía destino Madrid, y yo lloramos silenciosos camino de nuestro vagón sin querernos delatar ni siquiera con nuestras miradas.
Habíamos decidido regresar en litera, hartos de esos viajes interminables en el tren expreso correo Algeciras-Madrid. Pagamos la demasía del billete-litera e hicimos un viaje, confraternizando con los vapores adormecedores del alcohol ingerido, sumidos en el sueño más profundo.
Con Vidal no me unía la misma confianza que con Paco o Fernando, así que nuestra despedida fue concisa. Nos dimos un apretón de manos prometiéndonos una llamada de teléfono para quedar por Madrid. Y así fue, aunque tan sólo en dos ocasiones: Vidal Muñoz falleció tres meses después en un accidente de coche.
Aquella mañana otoñal Madrid se presentaba bastante brumoso. Volví a ver el bullicioso tráfico en la Plaza del Emperador Carlos V al igual que el hormigueo incesante de las gentes afanadas en llegar primero a váyase usted saber adónde. La ciudad imponía pero yo venía con todas las pretensiones. Tomé el autobús 47 con destino a la casa de mis padres con la maleta entre mis piernas y la alegría interna por creerme un nuevo hombre con un nuevo rumbo. Apoyado mi rostro sobre la ventanilla del autobús, contemplaba desfilar las calles y plazas conocidas con la esperanza de repintarlas y disfrutarlas desde mi nueva perspectiva. Al cabo de unos pocos meses, cumplidos ya los 21 años, nacería de manera inopinada mi alter ego, Kabalcanty, y juntos recorreríamos un sendero espinoso repleto de decepciones, pusilanimidad y soledad dual. Los sueños, a veces, por empeño que se ponga, tienen repliegues oscuros, llenos de pus y realidad infame, y sólo la fe en uno mismo puede ponerlos a salvo en parte.