Valentín Tomé
Res publica: El problema del milenio
Al inicio del año 2000 el Clay Mathematics Institute anunció los que se consideraban los siete principales problemas aún sin resolver en el campo de las matemáticas, a los que bautizó como los problemas del milenio. La resolución de cada uno de ellos sería premiada con un millón de dólares. Hasta la fecha, el único que ha sido satisfactoriamente resuelto ha sido el conocido como conjetura de Poincaré gracias al extraordinario trabajo intelectual del excéntrico matemático ruso Grigori Perelman, quien rechazó todos los honores, incluido el valor metálico del premio, pues según sus propias palabras no deseaba convertirse en una "mascota" para el mundo de las matemáticas. Los otros seis desafíos matemáticos continúan sin ser resueltos.
Entre los matemáticos, cuando nos encontramos con una conjetura o hipótesis cuya demostración se resiste a todos los esfuerzos intelectuales realizados por algunas mentes geniales a lo largo de siglos, en seguida comenzamos a sospechar. ¿No estaremos acaso ante un ejemplo de cuya existencia nos habla el famoso teorema de incompletitud enunciado por el lógico-matemático Kurt Gödel hace casi un siglo? Les explico, este teorema nos dice que por mucho que nos esforcemos siempre encontraremos en el campo de las matemáticas proposiciones que, siendo ciertas (teoremas), jamás podremos llegar a demostrar. Así, como lo oyen. Y lo más terrible es que nunca podemos conocer a priori si el problema que tenemos delante es uno de esos de los que nos habló Gödel, de los que jamás podremos llegar a dar respuesta. Como es lógico, el teorema de incompletitud causó un gran desasosiego entre la comunidad matemática, al fin y al cabo, nos decía que la mente humana tiene sus límites y no podrá nunca responder todas las preguntas que se plantee, incluyendo aquellas que se hacen desde dentro de un sistema tan aparentemente sólido, lógico y formal como es el de las matemáticas. Por mi parte, siempre he intentado hacer una lectura positiva de todo esto, y, al menos, lo que este teorema nos garantiza a los matemáticos es trabajo asegurado para toda la vida, pues siempre podremos estar invertir nuestro tiempo en investigar algo de lo que nadie sabe si finalmente se podrá alcanzar alguna respuesta satisfactoria. Además de que, si al final de todo ello nuestros esfuerzos no conducen a ningún lado, siempre podremos resarcir nuestro orgullo herido afirmando que, probablemente, la causa esté en que nos encontrábamos ante una proposición indecidible de esas que enunció Gödel.
Hasta donde yo sé, en el campo de las ciencias sociales no existe nada similar a los actuales problemas del milenio de las matemáticas ni, por supuesto, nada parecido al teorema de incompletitud de Gödel. En principio, todos los problemas que en ella se planteen de manera consistente y rigurosa podrían ser resueltos. Sin embargo, propondré en este pequeño artículo un enorme misterio que, a mi juicio, sigue sin encontrar respuesta satisfactoria dentro de este campo y al que podríamos calificar como el problema del milenio de las ciencias sociales. Por cuestiones de economía narrativa, contextualizaré el problema únicamente a lo que se conoce como Occidente, es decir Norteamérica y Europa occidental.
Desde finales del siglo XVIII e inicios del XIX, cuando surgen las primeras llamadas democracias burguesas, es decir aquellas donde solo una muy pequeña parte de la población tenía derecho a voto, básicamente todos aquellos que eran grandes propietarios y por lo tanto podían contribuir con sus impuestos a financiar al Estado, uno de los principales objetivos de los movimientos obreristas fue lograr que dentro de ese Estado se estableciera un sufragio universal. Socialdemócratas, socialistas o comunistas argumentaban de manera lógicamente incontestable que bajo un sistema capitalista de producción, al ser la clase trabajadora la ampliamente mayoritaria, bastaba con que esta clase pudiese ejercer su derecho al voto para pasar irremisiblemente de un Estado burgués a otro de naturaleza proletaria, es decir un Estado que legislase y actuase en favor de los intereses representados por los trabajadores.
Por supuesto, partidos obreristas, sindicatos… en seguida se dieron cuenta de que no bastaba con el sufragio universal, sino que este además debía venir acompañado de otras conquistas para que resultara realmente efectivo. A saber, la garantía de secreto del voto, una educación pública, gratuita y universal, el derecho a la información libre y accesible para toda la ciudadanía… Solo así quedaría garantizado que cada ciudadano podía votar libremente, sin presiones externas o manipulaciones de ningún tipo, alcanzando así la mayoría de edad, no solo cronológica, para ser plenamente responsable de sus acciones.
Si echamos un vistazo a los momentos históricos en los que el sufragio universal se vuelve norma en el mundo occidental, a pesar de haber significativos avances en ese sentido en algunos países en el periodo de entreguerras, esto se logra de manera mayoritaria una vez finalizada la II Guerra Mundial (como sabemos, por ejemplo, España y Portugal resultan aquí una excepción pues en ese periodo, a pesar de la victoria aliada sobre el fascismo, continúan siendo víctimas de dictaduras totalitarias). Y es entonces cuando ahí se cumplen los vaticinios lanzados por los movimientos obreristas hace un siglo. Es la era dorada de la socialdemocracia. Lo que muchos economistas pasaron a conocer como los Treinta Gloriosos. Se comienzan a crear lo que hoy conocemos como Estados de bienestar. En definitiva, el Estado dejaba de ser, en el mejor de los casos, un espectador pasivo de los procesos productivos económicos capitalistas, y pasaba a convertirse en un agente activo en su regulación teniendo siempre como referencia los intereses de la clase trabajadora. Son los años del establecimiento de sólidos derechos laborales, del pleno empleo, de reducciones significativas de las desigualdades y de la distribución de la riqueza, de crecimiento económica, de una clase trabajadora accediendo a unos niveles de consumo jamás imaginados… Y todo ello ocurría bajo la aplastante victoria electoral de los principales partidos socialdemócratas europeos. Todos los economistas se habían vuelto keynesianos, y salvo un pequeño grupo marginal, ninguno se cuestionaba la existencia de monopolios públicos en los sectores estratégicos de la economía, la regulación de los mercados financieros o el progresismo fiscal. Tal era el ambiente de euforia cultural entre la clase trabajadora, que cuando se producía alguna victoria electoral de algún partido liberal conservador o democristiano, esta se producía asumiendo como suyos los principales principios rectores del pensamiento socialdemócrata. El eje ideológico de aquellos tiempos se había desplazado claramente hacia la izquierda, afectando incluso a aquellas opciones políticas que en teoría se situaban en la derecha. (Para los lectores interesados en una descripción objetiva y exhaustiva de aquellos años recomiendo la lectura del genial libro "Posguerra" de Tony Judt).
Pero a finales de los años 70 e inicios de los 80, todo aquello cambió radicalmente, es el tiempo en el que el neoliberalismo triunfa como principio ideológico. No es motivo de este artículo analizar aquí las circunstancias que dieron lugar a su aparición. Sólo deseo centrarme en los aspectos puramente electorales. Y es evidente que, desde entonces, a partir de un análisis de los resultados electorales, la ciudadanía se fue derechizando en sus preferencias políticas. Y a medida que el tiempo pasaba, la tendencia iba aumentando, retroalimentándose positivamente con la tendencia paralela de los partidos políticos a redireccionarse cada vez más hacia la derecha. De repente los partidos socialdemócratas se habían convertido al socioliberalismo, y los que antes se proclamaban comunistas y partidarios de la revolución pasaron a ocupar el espacio abandonado por la socialdemocracia, y sus programas políticos se volvieron reformistas para intentar embridar aquel capitalismo neoliberal globalista salvaje intentando retornar a aquella senda keynesiana que había caído en el abandono.
¿Qué había ocurrido entonces para que la clase trabajadora hubiese cambiado de bando electoral? ¿Había dejado de existir como sujeto histórico? Al contrario, paralelamente al triunfo electoral del neoliberalismo, las desigualdades económicas y sociales no cesaban de aumentar, y muchos de los que en algún momento se consideraron clase media pasaron a engrosar irremediablemente las filas de la clase trabajadora, indiscutiblemente mayoritaria. ¿El desplazamiento ideológico hacia la derecha de los principales partidos había provocado que la clase trabajadora se quedara huérfana de opciones electorales afines a sus intereses como clase? Para nada, como decíamos anteriormente los viejos partidos comunistas habían hecho suyos las principales líneas programáticas de aquella socialdemocracia de los años 50 y 60 que arrasaba en las urnas (aunque paradójicamente aquella moderación en sus aspiraciones no evitaba que fuesen tildados de revolucionarios de extrema izquierda, como por ejemplo ahora le ocurre a UP en nuestro país. Otro síntoma del desplazamiento a la derecha del espacio cultural simbólico). ¿Se habían dejado de cumplir entonces aquellas reivindicaciones que según aquellos movimientos obreristas del siglo pasado debían acompañar ineluctablemente al sufragio universal para que este fuese realmente efectivo, a saber: la garantía de secreto del voto, una educación pública, gratuita y universal, el derecho a la información libre y accesible para toda la ciudadanía…? El secreto del voto es incuestionable. En cuanto a los niveles de acceso a la educación en Occidente no ha dejado de aumentar en los últimos años, prolongándose incluso la edad mínima en la que la educación es obligatoria. ¿Y qué ocurre con el acceso a una información libre? Si bien es cierto que los grandes imperios mediáticos continúan vigentes y ejercen entre la población, a través de la manipulación informativa, una influencia significativa en favor de los intereses de las élites, no es menos cierto, también, que en relación a lo que ocurría en los Treinta Gloriosos, gracias a la aparición de las nuevas tecnologías de la información, esta se encuentra democratizada de un modo jamás imaginado hasta entonces por la humanidad, de tal manera que cualquier persona dotada de un mínimo de sentido crítico puede hacerse una idea sobre cualquier tema que despierte su interés (en este sentido, a título personal, recuerdo las enormes dificultades que tenía siendo adolescente para acceder a determinado tipo de informaciones, ya no digamos al programa político de cualquier formación electoral no mayoritaria). Hoy, a golpe de click, cualquier ciudadano dispone de cantidades ingentes de información; por poner un ejemplo significativo, hoy es más fácil que nunca acceder al B.O.E., que es en cierta manera el documento legal principal que rige nuestras vidas como sociedad.
Llega entonces el momento de enunciar el problema del milenio en el campo de las ciencias sociales: ¿Por qué razones, cuando se dan las mejores circunstancias históricas para que eso no ocurra, la mayor parte de la ciudadanía vote opciones políticas contrarias a sus propios intereses como clase? He ahí el verdadero misterio.