Javier Yuste
Bajo una fuerza disolvente
Hace unas semanas tomé dos decisiones en apariencia inconexas entre sí: apuntarme por compromiso a un foro de Internet para escritores, cuyo nombre resulta más piadoso no mencionar, y leer la corta novela «El planeta de los simios», de Pierre Boulle (1963), pues quería meterme, entre pecho y espalda, una maratón con la saga fílmica iniciada hace más de cincuenta años. ¿Quién me iba a asegurar entonces que encontraría puntos en común entre el monitor de mi ordenador y las páginas ya amarillentas de una edición de comienzos del s. XXI?
La mitología que personificó Charlton Heston en 1968, en la piel del desesperado coronel George Taylor, toma colores del original para las pinceladas que terminan conformando un retrato que es diferente del imaginado por Boulle, pero no por ello dejando de tener cierta coherencia. De la lectura de esta novela me impactó sobremanera la explicación de la caída de la civilización humana del planeta Soros (que no es la Tierra, como en las películas), a favor de una efervescente sociedad símica (como se vería en «La rebelión de los simios» (1972)). Ya entonces y a través del elástico material de la ciencia-ficción que vence todo tipo de censura —del que se sirvieron tantos otros autores como Aldous Huxley, George Orwell, Ray Bradbury, Harry Harrison, etc.—, Boulle se escandalizaba y nos advertía de un aterrador pronóstico de futuro si la sociedad que observaba no corregía el rumbo que estaba tomando. Boulle anunció una humanidad apática, hueca, cobarde y sin vida, entregada a la molicie más absoluta, resultándole un esfuerzo intolerable cualquier tipo de ejercicio intelectual. No estamos hablando de un paso barbarie-civilización-decadencia; más bien de un billete de ida hacia la más absoluta mansedumbre, y eso que por entonces la tecnología del ocio estaba en pañales.
La preocupación de Boulle no es solo suya, sino que fue compartida por muchos, incluso por mí, pero no es mi deseo divagar por estas premoniciones. Solo me gustaría hilar el párrafo anterior con aquella decisión que también tomé de apuntarme a un foro de Internet para escritores.
Como dije, cubrí el formulario de acceso por compromiso (también por curiosidad), por lo que entré sin mirar en qué charco metía los pies, y pronto noté que llevaba los calcetines empapados.
El problema no es que el foro en cuestión estuviera compuesto por un 99% de autores noveles. Para nada. Es más, durante los primeros días participé de forma muy activa, pues yo también me había visto en aquellos páramos desbordados de signos de interrogación y me pareció correcto compartir mi experiencia y solventar cualquier tipo de dudas, como hicieron otros conmigo en su momento. Por supuesto, no es aquello con lo que iba en mente, pero me dio igual, hasta que se me metió un pedrusco en el zapato (o en la garganta, según se mire).
Cuando dejé atrás las preguntas más normales y lógicas de los camaradas más neófitos entre los aspirantes, me topé con las inverosímiles y absurdas. Una en concreto (un conjunto, porque existen varios hilos al respecto), alcanzó el desatino más absoluto para el que puede que nadie de Vds. esté preparado: «¿Para ser escritor hace falta leer?».
Tomemos aire, pues la cosa sigue. Quienes suscriben tal pregunta se justificaban en que, por más que su sueño, anhelo e, incluso, medio futuro deseado de vida sea la escritura, les da pereza o no les gusta leer. Vamos, que se cansan con repasar las pegatinas de la ventanilla trasera de un coche.
El ejército que se aglutina a la sombra de dicha enseña lo integran variopintos sujetos que no solo huyen despavoridos ante títulos propios de la prosa decimonónica por sus perífrasis contumaces o sus descripciones inacabables, por ejemplo. Opinan que consultar un diccionario es una necedad, no digamos ya el de sinónimos. También reniegan de las reglas gramaticales más elementales y defienden que el léxico diario y vocal que se maneja (a pesar de la pobreza intrínseca que supone emplear tan solo quinientas palabras al día), es arma suficiente para destilar y filtrar lo que emana de uno. Y lo defienden con unas faltas de ortografía capaces de acuchillar retinas, redactando sentencias, en apariencia, inapelables, tales como que la literatura con un mínimo de complejidad es «elitista».
Ahí, con un par.
Yo, de la impresión, me quedé mudo, pero, en mi fuero interno, hice mía, más que nunca, la máxima inmaterial de que hay detalles que distinguen al que se considerará siempre torpe aprendiz de la sublimidad del que ya es doctorado en ineptitud.
Así como la máxima de que siempre se puede aprender de la lectura, incluso de un libro malo.
La función principal del lenguaje es la de poner nombre a lo viviente y a lo inerte, a las acciones, emociones y sentimientos, para que nos podamos entender. Y esas palabras son las que construyen las frases, esas líneas que construyen a su vez la realidad o la ficción, y que pasaron de la tradición oral a la escrita.
La pesadilla de Bradbury de un futuro en el que se queman libros y nadie lee tiene que ser revisada de algún modo, pues triste horizonte es aquel en el que los que pretenden escribir se entregan a una fuerza que disuelve nuestra voz, como acérrimos y brutales promotores de la Neolengua imaginada por Orwell.
QUE HABLABA RARO (RICITOS DE ORO CON EL MONITORIO)