Marisa Lozano Fuego
Llamen al ascensor
Me encanta subir y bajar en ascensor. Y aunque no me gustara, son seis pisos y las articulaciones no funcionan igual que a los veinte.
Un ascensor es un espacio tolerablemente claustrófobo, profusamente iluminado, que nos transporta hasta la morada propia o ajena, la sala del dentista, el piso de arriba de una droguería (siempre me pareció escandaloso, desde peque, que el propio sustantivo enuncie tan descaradamente que allí se comercia con drogas). Luego entendí que se trataba de productos de belleza, y entonces sí me convertí en clienta. Aun así, sigo sospechando cuando veo mucho movimiento en la trastienda. No estoy más bella pero al menos no parezco un alce recién levantado. Aun así, me sigue mareando la textura de tanto polvo mágico y tanta barra casi exactamente igual a la otra.
Recuperando el hilo del anterior párrafo, los ascensores no son mal lugar. Yo creo que a casi todo el mundo le gusta emprender solo este impresionante viaje, sobre todo en tiempos de pandemia, no , por favor , pase usted, no, usted, no , el otro… sonrisas hipócritas y afables esperando poder atropellar al rival y ocupar el flamante sitio en la susodicha cápsula elevadora.
Reconozcámoslo, todos queremos entrar. Esto es un fenómeno mágico como la cola en la pescadería, o en el médico, nos atropellamos por ser los primeros, parece que regalaran un pack de turrones o fueran a nombrarnos jefes, jefas de la Santa Orden del Ascensor.
Lo dejamos marchar con nostalgia, felicitándonos por dentro de nuestro altruismo y buenas intenciones. Aunque por dentro lloremos el fracaso de no estar pulsando el botón.
¿Subes? Yo bajo…oh, quebranto, otra oportunidad perdida…seguimos esperando y pulsando el botón con más fuerza a ver si viene antes. O si por mirar los números, mágicamente se salta seis pisos, tres pisos, lo que sea necesario.
Una vez, de pequeña, me quedé encerrada en uno. Para mayor INRI, sin luz. He de decir que mi llanto y aprensión crecieron, y me propuse cuando salí no volver a montar uno en toda mi vida (tenía entonces siete años) pero supongo que es como cuando tienes veinte y tras tu primera ruptura te propones no volver a enamorarte jamás. Sucede. Y pum, la ola centrífuga del tiempo te arrastra a ese remolino placentero y doloroso de seguir subiendo y bajando pisos sabiendo, cual hámster en su rueda circular, que no llegarás a parte alguna.
Otro tema son las conversaciones en dicho espacio. Normalmente, las personas poseemos un espacio físico propio, una distancia social que solo permitimos invadan los seres de nuestra confianza…nuestra pareja, nuestro perro…el resto del espacio corresponde a foráneos, desconocidos, etc. Cuando invaden nuestro espacio más íntimo, nos sentimos incómodos. Esto ocurre en un ascensor. Nos vemos obligados a compartir espacio de seguridad con gente desconocida o ajena. Aunque se trate de amables vecinos, estamos a la distancia de un beso con alguien de noventa años , o a la distancia de una confidencia con una bolsa de basura, así que solemos, impepinablemente, hablar del tiempo.
-Que esta semana dan frío, verdad¿?
-Con el buen tiempo que llevábamos, qué rabia, parece que sí…
Lo repetimos en diversas variantes, porque esta conversación y el mirarnos los zapatos nos protege de la intimidad con la susodicha bolsa o con el invasor de nuestro espacio de seguridad.
La otra persona siente lo mismo, y ambos mantenemos el papel de repasar la estimación meteorológica hasta alcanzar nuestro nuevo destino.
Nos sentimos muy orgullosos de haber aprendido algo más sobre la tormenta o la ola de calor, en un espacio cerrado y aséptico que inspira de todo menos Naturaleza. Nos sentimos muy orgullosos de haber encontrado algo de qué hablar, en vez de nuestra espinilla de la barbilla o el mal estado de la situación mundial, de la polis o los partidos de fútbol. Tema neutro, el tiempo, en un ascensor no hay tiempo ni espacio para posibles reyertas. Si siempre actuáramos así, menos discusiones habría en el mundo, aunque a fe que sería más aburrido.
Mi última observación, y llámenme purista semántica, es por qué totalitariamente se denomina “ascensor” a un aparato que tanto asciende como desciende. En términos exactos, si el ascensor fuese solo tal no podría emplearse nunca para bajar.
Usaríamos las escaleras o nos tiraríamos de nuestro piso alegremente con un paracaídas, o bajaríamos rodando como un bicho bola…no, señores, debieran llamarlo “ascendescensor”. Eso definiría propiamente sus regias funciones, por entero.
Como he dicho al principio del artículo, me gusta montar en ascensor. Durante años lo he hecho, supongo que como ustedes, y todas esas veces me ha servido para hacer un pequeño estudio de la Naturaleza humana, y concluir que “todo lo que sube, baja”, y que “qué tiempo hace hoy” es la pregunta más profunda, ilustrativa y filosófica que nos hacemos cuando penetramos en un espacio cerrado, tal vez evocando la Caverna de Platón y las luces del exterior. Por tanto, una vez nos hemos deshecho del hechizo de percibir sombras, una vez fuera del ascensor, empezamos a ver la luz de veras y la Tierra se manifiesta en toda su magnificencia: guerras, paisajes, altercados, pandemia, deseo, quiebras, retrasos de la burocracia…pasiones, desilusión, miedo….
Y es entonces cuando decidimos, por propia iniciativa y deseando más respuestas, meternos en el siguiente ascensor. Buscando más respuestas. O tratando de encontrar más preguntas.