Carlos Regojo Solla
Horas "muertas"
Noches de insomnio, magníficas, dominadas por el silencio habitual de todas las noches, preludio cualquiera de ellas, sin duda, de aquella presentida por el cantautor.
Noches estas últimas de un agosto agonizante, que justifican la vela apoyadas en un calor que a todos mantiene inquietos, al borde del despertar tras la ligereza de un sueño superficial y nervioso; noches de sudor, ventanas abiertas, ventiladores y luna creciente.
Noches, todas, que se razonan solas. Un tiempo precioso que muchos pierden y en el que te sientes libre, dueño de cada minuto por el que transcurren los sueños de los dormidos, que pasan a tu lado dejando estelas fantasmales.
Enciendo el ordenador, busco un poco de música relajante, abro una hoja "writer" con la esperanza de romper la dura cascara del huevo de avestruz donde se esconde eso que llaman inspiración que se supone debe pillarte trabajando. Lo tengo todo a favor; pero nada. Debo estar gafado; me levanto, hago un café y espero que llegue algo que quizás haya llegado ya aunque aún no me percate de ello.
Las cinco. Cierro el documento que se resiste a desaparecer preguntándome si quiero guardar cambios, como agarrándose a la vida y no esfumarse sin pena ni gloria de la pantalla. Sonrío a la estúpida tecnología que me hace esa pregunta tan infantil, a la vez que me sorprende como la cibernética se va pareciendo al comportamiento humano y de que manera se va colando inconsciente en nuestras vidas pensantes. Cierro también la música de fondo, pongo la radio y me tumbo en el sofá pensando en recurrir a los cuatro recuerdos de montaña que guardo en el canapé de la cama para lograr escribir algo. Esperaré a la mañana para buscar; no es cuestión de molestar a estas horas. Ella, duerme.
Repaso mentalmente un poco de aquel viejo material que comenzó en los setenta con tres o cuatro "pelis" de "Super 8" conseguidas gracias a la cámara que me prestaba mi amigo "Geni" al que un buen día se le ocurrió representar "El Carnaval de 1900 en Pontevedra", representación cuya dificultad no valoramos debidamente.
Sí, serán tres o cuatro rollos de filmación muda que regresan revelados de un laboratorio de Madrid con fondo musical añadido; tal vez sean más, a recordar:
1.- El encallamiento del "Afroditi P", en Playa Major, Sanxenxo, con aquella magnífica barca salvavidas de madera auxiliar de fondeos que ni siquiera llevaba el mismo nombre del carguero en el que viajaba, varada en la arena, a cincuenta metros del buque, dejando al descubierto, tras su embate con las rocas, las mil y una capa de pintura de mantenimiento recibidas, una sobre otra, que alguien debió haberse llevado a casa por derecho de hallazgo de naufragio.
2.- La boda de mi cuñada en la iglesia capilla de Poyo Grande, con su antiguo camino de acceso que iba desde la Rectoral a la Iglesia y el protagonismo y paciencia de D. Felix, un cura único al que todos recordamos con cariño.
3.-Una tarde con mis hijos pequeños en Portonovo, cuando pescabas desde el muelle fanequitas, panchitos y lorchas en gran cantidad aquellas recidas mareas de verano.
No sé, creo que se me escapan al menos un par de ellos, pero no recuerdo más. Lo sabré en unas horas.
Comprobado. De todas esos rollos, supongo que a causa de tanto traslado de domicilio como llevo hecho, solo el segundo da fe de vida.
Junto a este Super 8 superviviente, en una caja de zapatos aparecen unas quince videos hechos con una Canon analógica, todos con temática referida a nuestros pateos por la Sierra de Gredos, en el Sistema Central. Mucha acampada familiar donde se recoge la evolución económica de un sufrido consumidor de créditos bancarios, lleno de proyectos, y que va desde una pequeña tienda de campaña a la caravana de los últimos tiempos con la que nos movimos una temporada a la sombra de la persecución de "El solitario", aquel atracador de bancos buscado por la zona de León, creo recordar, con la Guardia Civil poniéndose en paralelo a nuestro vehículo articulado, echando miradas para cerciorarse del aspecto físico de quienes viajábamos por la Autovía del Noroeste, tanto a la ida como al regreso.
Al principio, los medios eran precarios. Hacíamos turismo con vocación aventurera: tren hasta Medina del campo, autobús hasta Salamanca, autobús hasta el destino: un pueblecillo ganadero llamado Hoyos del Espino cercano al Parador nacional de Gredos. Acampada libre, en la orilla izquierda de un incipiente Tormes, con una canadiense de poco más de dos plazas, y por mochila un petate del ejército de poco mas o menos cincuenta litros.
Ocho o diez días a lo sumo: los dos primeros para acomodarnos y visitar rincones conocidos y alguno nuevo. El tercero para visitar Barco de Ávila donde iniciamos nuestra colección de bastones y cencerros ( je,je) y comprar un poco de pimentón de La Vera. Cuarto, quinto y sexto subida a la montaña con noches de cachondeo inolvidable en el refugio Elola lleno de aventureros/as como nosotros, y regreso al pueblo…, más o menos, antes de la vuelta a casa, cargados con manzanillas silvestres , alguna cerámica de Talavera adquirida en el pueblo y el espíritu lleno de un olor especial a retamas, manzanillas y resina de pinos albar, enganchados para siempre a paisajes y esfuerzos imposibles de expresar, cosa que intentaré en honor a estas horas de insomnio en que yo también sueño con los ecos, las sombras y los reflejos de lagunas esmeralda y salamandras naif, abrumado entre paredes inigualables de las cuales penden neveros eternos a los que escalan los encargados del refugio para hacerse con el hielo de los cubatas.