Carlos Regojo Solla
El pozo
El brocal, con cierto aire a pozo de patio andaluz, se levantaba metro y medio desde el nivel suelo. Era una obra hecha de pequeñas piezas rectangulares de granito -algo más grandes que un adoquín doble, al uso en el empedrado de una calle de ciudad- perfectamente talladas y ensambladas, rematadas en un borde, ligeramente más ancho, que el artesano había redondeado y casi pulido, sobre el que destacaba una repisa - igualmente en piedra- destinada al reposo del caldero de zinc con el cual se extraía el agua, con una inscripción en la que se leía (SrTin 1892) indicando el apellido familiar, Sanmartín, así como el año de construcción.
De cuatro puntos simétricos, sobre el borde, se elevaban en cúpula dos arcos de hierro forjado y trenzado. Convergían ambos en lo alto soportando una robusta polea de cobre provista de una generosa garganta por la que pasaba una soga de cuerda, no muy gruesa, de unos cinco metros de longitud, atada al asa del caldero por un extremo, en tanto el otro extremo remataba en un nudo atravesado por un palo torneado a navaja, a modo de freno, para evitar que la soga se deslizara, toda ella, en caso que el caldero llegara a hundirse hasta el fondo. Esto indicaba que, durante todo el año, el nivel de agua solía encontrarse entre dos o dos y medio metros del borde del brocal, aunque la profundidad del pozo era de unas siete y medio "varas", según reflejaba una nota asentada en el primero de tantos libros contables del establecimiento, archivados por anualidades desde la terminación de la construcción de la casa. Una vara era por entonces en la zona el equivalente a 0,8 m ( ¡Vete tú a saber como anda esa medida en estos tiempos tan volubles!)
Disponía el pozo, además, de una rejilla de protección metálica de trama estrecha enmarcada en un bastidor de madera, que había que volver a colocar, sin olvido, luego de terminada cada extracción, con el fin de evitar que cayese en el interior del pozo cualquier objeto que ensuciase el agua, en especial las hojas y ramas muertas de una pavía autóctona que había nacido pegada al brocal por su parte trasera y crecido generosamente encima del mismo. Frutal cuya permanencia, discutida en ocasiones, había conseguido sobrevivir a la tala, motivada por la calidad de su fruto grande y especialmente sabroso de la que pocos solían disfrutar entre los que, furtivamente , yo me encontraba.
La casa era una edificación sin pretensiones de lujo, grande y cuadrada , esquinada entre dos vías, ambas de tierra, una la carretera principal de acceso al pueblo y la otra un camino ancho que conducía a tres lugares de la parroquia situados a unos pocos kilómetros. Constaba de bajo y un piso. En el bajo se encontraba el negocio en sí, dominado por un enorme mostrador de poca altura, una lareira y unos cuartos pequeños donde, en la más completa oscuridad, se almacenaban diversos mercancías y cajas de madera llenas de manzanas entre virutas y trapos, que adquirían con el tiempo un aspecto rugoso y un sabor concentrado exquisito.
La lareira era el centro donde se comía y lugar para las tertulias de los mayores después de la cena. En la sobrecena, los cazadores hablaban de las posturas de caza de los perros, la conveniencia de dejar descansar a alguno de ellos si repetían la partida al día siguiente, el movimiento de los bandos de perdices, las piezas que quedaban en cada bando, las piezas no cobradas por marchar heridas, las muertas perdidas entre la espesura de los tojales por inaccesibilidad material de los perros…, Yo me quedaba dormido escuchándolos desde mi cama, en el piso superior que estaba dedicado completamente a dormitorios, austeros como las celdas de un monasterio, a los que se accedía subiendo una escalera interior de castaño . Fuera de los dormitorios, sin más muebles, en una esquina se hallaba un servicio compuesto de jofaina, espejo y palangana que hacia servicio a todos para asearse, hallándose el servicio de "menesteres importantes" fuera de la casa.
De la fachada principal destacaba un gran ventanal a modo de escaparate casi a nivel del suelo, la inscripción SrTín 1895 y seis argollas de hierro para atar los caballos o las mulas que dejaban los clientes mientras hacían sus adquisiciones. La propiedad, en ese lado, seguía a lo largo de unos ochenta metros, separada de la vía principal por laxes de pizarra y diez viejos castaños, plantados en hilera, de cuyo fruto daban buena cuenta unos cuantos gorrinos que pastaban libres por la propiedad.
Cerraban el conjunto, por la pista lateral, dos galpones alargados a los que seguía una alambrada atada a postes de madera cortados de unas ramas de sauce algunas de las cuales habían brotado de nuevo. El fondo del terreno lindaba abierto con otras propiedades ajenas.
Mi presencia en la casa había sido motivada por la pandemia de gripe ( Gripe Asiática) que causo importantes problemas en el 57. (Supongo, "Ri", amigo, que con seis años no te acordarás de aquella mi ausencia) Nos unía parentesco con la familia Sanmartín y, con el pretexto de tomarse un mes de caza en la zona, dos de mis tíos decidieron llevarme con el fin de alejarme del foco de contagio en la casa materna donde ya había entrado el virus.
Aquel septiembre finalizó fiel al resto del verano, sin una sola lluvia, tras una primavera igualmente seca, lo que había provocado un bajón considerable en el nivel freático, hasta extremos insospechados, por lo cual hubo que aumentar la longitud de la cuerda haciendo un empalme, lo que obligó a retirar la soga, de la polea, puesto que el nudo del empalme sobresalía de su garganta y no dejaba correr la roldana, realizándose la extracción de agua a pulso, faena esta que competía a los hombres pese a que el caldero, tocando fondo, apenas subía mediado de agua acompañado de gruesas arenas de cuarzo indicativo de que el agujero había sido abierto, hasta aquella profundidad, rompiendo con explosivos la roca de granito; situación acaecida con probabilidad en el verano de 1891 al relacionar esta fecha con la dificultosa adquisición de un pedido de dinamita hecha por el propietario, que figuraba en una factura archivada en el asiento de los libros de registro de la tienda de ultramarinos de la Casa Sanmartín, un negocio único en muchos kilómetros a la redonda, que envasaba café en grano con su propia marca además de ser tabacalera, distribuidora de aceite de oliva despacho de correos, telas, cerámica, talabardería, cordelería y diversos artículos envasados y enlatados que surtían una amplia zona de A Terra Chá.
. Los días comenzaban siempre muy temprano. Sobre las seis y media o siete ya se oía el trajinar de gente por la casa haciendo crujir el piso de madera, al menos los días en que los cazadores salían al campo, entre cuatro cinco y días por semana ( las tierras de caza eran, en su mayoría propiedades propias) Entonces, los setter ingleses y los pointer escogidos, especialistas en pluma, iniciaban la jornada con un bullicio alegre y unos ladridos contenidos, moviéndose de acá para allá, ansiosos por salir, para regresar doce horas más tarde, anticipándose a los cazadores, heridos por los tojos, exhaustos , alguno incluso cojeando, dispuestos a ser curados con agua y sal por las mujeres. Algo rezagados asomaban las siluetas de los cazadores con sus piezas colgando de las cananas, unas perdices bellísimas ( de vez en cuando, algún que otro conejo o liebre), que pese a su rigor mortis, y la frialdad con su tacto, yo ayudaba a desplumar para luego sacar los perdigones de plomo del tiro que había acabado con sus vuelos .
Septiembre paso en un plis plas. En la víspera de nuestro regreso, la familia tenía dispuesto comer en la era, cerca del pozo, bajo las sombras de los agostados árboles frutales. y para refrescar el vino, Guillermo se dispuso a levar un caldero con un poco de agua fresca. Saco la rejilla, echó el caldero, y cuando este tocó fondo, lo movió en vaivén con el objeto de coger la mayor cantidad de agua posible, notando el ruido del metal contra las gruesas arenas del fondo. Subió el caldero, lo colocó en la repisa, volvió a colocar la rejilla e introdujo la garrafa del vino dentro del cubo. Al hacer esto se percató de inmediato que de entre las arenas destacaba un objeto metálico, alargado, de un color verdoso. Lo cogió, lo observo, se metió la mano en el bolsillo y sacó su pequeña navaja con la que , en ocasiones, torneaba alguna cosa en madera. Abrió la navaja y se puso a hurgar en el objeto hallado.
-"Isto xa non da máis- dijo la tía Hortensia mirando el caldero, mientras Guillermo incidía con la hoja de su navaja en el artefacto hallado - antes que se meta o inverno ten que vir o poceiro para darlle, cando menos, dúas varas máis de fondo, aínda que teña que meter media ducia de tiros a esa rocha do fondo"
La explosión fue inmediata, imprevista, sorpresiva... La alarma se extendió por entre los comensales. Todos miramos hacia Guillermo, quien medio aturdido, en shock, se llevó las manos primero a las orejas y luego a los ojos. Al momento se fijó en sus manos en tanto sacudía la cabeza. Su mano derecha tapaba la izquierda. Nos chillaban los oídos pero nos dimos cuenta de inmediato que el único herido era Guillermo al que socorrieron al momento. Había perdido casi de cuajo los dos dedos que hacían pinza en su mano izquierda y la sangre de sus orejas y oídos solo tenían por causa haber llevado allí sus manos ensangrentadas.
El artefacto que había explotado era un fulminante que se adosa a la dinamita para hacer explotar esta y que había quedado en el fondo del pozo desde su excavación hacía la porra de años.
Hubo que llevar a Guillermo para ser atendido a Lugo dejando nuestra marcha para dos días después.
Pasado el tiempo, Guillermo, gran aficionado a la pesca de río, comentaba que el primer pensamiento relacionado con la pérdida de los dos dedos que le vino, fue que temió no poder volver a pescar con la misma elegancia en los lances a la trucha. Afición, junto a la de encuadernador, que disfrutaba con frecuencia.
Volví pasados unos años, fallecidos ya Guillermo y su esposa Hortensia y contemplé la decadencia general de aquel patrimonio, el abandono que el trascurrir de la vida hace inevitable sobre las cosas que crees inmutables y eternas. Vi el viejo pozo lleno de maleza y, a través del escaparate de la fachada principal, en la balconada entre el piso y el bajo, las cañas de bambú, en su punto ideal de flexibilidad, para hacer con ellas cañas de pesca, que Guillermo había dejado a secar.