Javier Yuste
Miles de años de fracaso
Mi interés dista mucho de hacer publicidad de nada, por lo que no voy a mentar el título de la película palomitera de turno, estrenada hace nada en cierta plataforma digital, cuyas notas argumentales me sirven para abrir esta columna.
Dicho filme plantea la premisa de que, en prácticamente nada (el año 2022 y en pleno Mundial de la FIFA, aunque a saber cómo nos las pintaremos para entonces), unos paisanos, los muy cachondos, llegados de unos treinta años en el futuro, se plantarán ante el televisor y nos exhortarán a Vd., a mí y al vecino a que nos marquemos un viaje a lo H. G. Wells para ayudarles en una guerra que se estará librando hacia mitad de siglo contra unas desagradables criaturas sacadas de un batido de nostalgia de terror y ciencia-ficción mayoritariamente ochentera.
Seguro que más de uno ya sabe de qué producción muy entretenida, aún con su infinidad de fallos de guión, estoy hablando.
Bien, pues a lo que iba.
Cuando visionaba esas escenas en las que tantos y tantos de mi franja de edad (para los que esa supuesta guerra nos cogería con setenta años de almanaque recién cumplidos, aunque ya se deja ver que solo se reclutaría, y no de forma muy voluntaria, a gente que para entonces estaría criando malvas), cogiendo el petate y la ferretería para pegar tiros y acabar hecho casquería en el futuro, no pude menos que arquear las cejas: «¡"Miércoles"! Esto sí que es ficción», ya que la visión de nuestra sociedad actual no puede ser más desacertada.
Llevamos dos mil años de credo cristiano, año arriba, año abajo. De eso que pregonó Jesús de Nazaret y que le costó la vida, pero que tuvo tanto predicamento en los estratos sociales más bajos del Imperio romano: igualdad, respeto hacia el semejante y sacrificio. Dos mil años, que no es poco. Pero, ¿qué se nos ha pegado de todo esto? Absolutamente nada de nada. Quizá, solo quizá, lo poco que hayamos somatizado nos los hayamos arrancado a mordiscos. Somos una panda incalificable de egoístas y necios, que aplaudíamos en aquellos días al paso de los servicios de urgencia (o al paso de nada), y ahora nos da igual la suerte de esos sanitarios, policías, etc., que incluso llegan a ser agredidos por los más energúmenos de entre nuestros congéneres. Han pasado tantos meses y nos da igual la incidencia si podemos, al fin, ir sin mascarilla y pasearnos por el país, arriba y abajo, y superar sus fronteras con insustituible cara de turista panoli. Nos da igual todo si podemos sentar el culo en una silla de terraza y dejarlo allí como si nos lo hubieran pegado con Loctite. No podemos quedarnos quietecitos. A fin de cuentas, todos los ancianos (y no tan ancianos), que no han superado esta crisis representan unas cuantas pensiones menos que pagar, ¿verdad?
Y, claro, eso es hablando de los carrozas de cuarenta años, entre los que nos incluimos yo y el héroe de la película a la que antes me referí (que solo nos llevamos seis meses, por cierto), pues la cuestión se pone especialmente "emocionante" cuantos menos años tenga el personal, no vaya a ser que nos quedemos sin borrachera… perdón, viaje de fin de curso y cosas por el estilo. Pero la culpa no es de ellos, sino de todos.
Con esta pandemia no nos hacía falta que nos dijeran la mitad de las cosas. No debería haberse visto escenas tan surrealistas en las calles y otros lugares. ¿Por qué? Porque, esa es la teoría, tenemos un poso cristiano en nuestra conducta. El amor al prójimo y todo eso, que tampoco estoy hablando de convertirnos en santos, oiga; además de la más pura lógica que nos permitió bajar del árbol, pero es que la idiocia es hoy global, democratizada y aceptada.
A fin de cuentas, la del SARS-COV 2 va a pasar a los anales como aquella pandemia que persistió porque los que la padecimos somos gilipollas. Así de simple. Y si nos hemos dejado guiar por idiotas en el poder, es porque están bien representados aquí abajo.
Yo, la verdad, es que lo más increíble del filme futurista este con el que comencé es que alguien en Hollywood piense (incluso entre los ciudadanos de los EEUU más de melena masculina y calzoncillos con el Tío Sam bien cosido), que iríamos al futuro a que nos cisquen vivos como corderitos para hacer el favor a nuestros nietos. Me parece más apropiado el argumento de aquel capítulo de Los Simpson en el que Homer se postula como concejal de Sanidad, bajo el lema: «¿Es que eso no puede hacerlo otro?». También podría aplicarse al cuento el episodio de Futurama, con aquella enorme masa de basura que se había lanzado al espacio exterior a comienzos del s. XXI por no atajar el problema, el cual solo se podría desviar de su ruta de colisión contra la Tierra con otra masa maloliente de iguales metros cúbicos del que ya se encargarían generaciones futuros (risas aparte).
No, no nos iríamos al futuro a morir. ¿Para qué? Si nos importan un bledo los que tenemos al lado, ahora, ¿qué nos van a importar aquellos que habiten este planeta para cuando, en la película, estemos ya muertos?