Kabalcanty
De cuando me vistieron de militar (1ª parte)
Una tarde de finales de agosto del año 1978 iba yo cargado con mi saco petate camino del Hospital Clínico en Moncloa. Mi hermana había dado a luz a su primer hijo coincidiendo con mi partida inminente hacia Ceuta para cumplir con el obligatorio servicio militar. Hacía un calor bochornoso incrementado por el bulto que me tocaba cargar. El petate lo cambiaba de una mano a otra, me lo enlazaba al hombro con la cincha, aireando el sudor que me procuraba su roce, pero todo resultaba inútil. Pregunté en recepción y me mandaron a la planta octava, habitación 85. Allí estaban mis padres, mi hermana, por supuesto, y su bebé, al que me costaba reconocerle todavía como mi primer sobrino. Era feo como todos los bebés, arrugado, rojizo y con unas ansias inusitadas de berrear hasta que su madre le ponía el pezón en la boca. Un bebé como otros y sin embargo diferente, como iba pensando camino a la estación de Atocha. Sentía que llegar a ser tío tan joven me daba un cierto empaque de adulto medio realizado.
La vida que dejaba en Madrid no era lo que se dice maravillosa. No, para nada. Me encontraba atado en un trabajo familiar que aborrecía y en el que cada vez me hallaba más involucrado sin querer. Por otro lado, mi actividad social en los últimos tiempos estaba reducida a escasos contactos y de ellos, sólo en muy rara ocasión, fructíferas relaciones que terminaban en breve. Me encontraba bastante solo, sin apenas amigos y sin amor a quien dedicar las horas que me dejaba libre el trabajo. Quería escribir pero escribía poco, deseaba conocer a la chica de mis sueños y salía trasquilado, quería…. No estaba seguro de lo que realmente ambicionaba.
Por eso, la llamada del ejército me pareció una forma, si bien forzosa, de cambiar de aires y conocer otras experiencias y gentes, dar un giro a mi vida. El que el sorteo de mi destino militar me llevara al norte de África aún se me antojó más prometedor, pues cuanto más distante fuera el comienzo de esta prueba más cautivadora me parecía para romper con la monotonía de mi vida. Se podría decir que mis pensamientos de aquella tarde dirigiéndome a Atocha estaban marcados por un contenido optimismo y una excitación íntima que daban a mis pasos, junto con la venida de mi sobrino, una seguridad que caminaba hacia un horizonte nuevo y pleno de hábitos prometedores.
Como me manifestó mi padre, en la puerta de la estación de tren me esperaba mi abuelo. No es que tuviera una relación lo que se dice fluida con él en el trabajo, pero ese día era señalado para mi abuelo: se embarcaba su nieto mayor en otra aventura militar y en plaza africana, lo cual era muy corriente en su familia para desgracia de ella, ya que la guerra del Rif y ciertos avatares sombríos que sufrieron esos familiares destinados en aquella tierra sembraban un recelo fundado. Todo ello ornamentado con aquello de que el servicio militar te forjaba como hombre, sobre lo cual mi abuelo era creyente ferviente.
Aunque yo le dije varias veces que mi madre me había preparado un par de bocadillos para el viaje, él me compró en la cantina de la estación otros dos y otro par de latas de cerveza.
— Nunca se sabe hasta dónde puede dar de sí el hambre.
Me dijo meneando su bigotillo, a la vez que me largaba dos mil pesetas en varios dobleces.
Hacia las nueve me subí al vagón. Una algarabía se movía andén arriba y abajo gritando una euforia que no entendía muy bien pero que absorbía la despedida. Los aspirantes a reclutas jaleaban tanto desde las ventanillas de los vagones como desde el andén. Muchos abrazándose a la chica que dejaban en la ciudad, otros saltando y brincando al tiempo que voceaban: "Me voy hoy pero volveré a mi tierra, más grande, más hombre". Con veinte años tenía una idea de "patria" y "hombría" bastante distante a lo que se cocía en el festejo de mi alrededor, mas tendría que acostumbrarme a vivir en ese ambiente catorce meses lo quisiera o no. Con eso contaba de antemano.
Cogí un sitio junto a la ventanilla y traté de saludar a mi abuelo entre otras manos alborotadas. Mi abuelo se confundía entre el bullicio y el ruido. Lo último que vi de él fue su fiel carterilla colgada del hombro bamboleándose mientras trataba de localizarme inútilmente. En pocos minutos, el comienzo de mi viaje me hizo olvidarme de todo lo que dejaba atrás.
El expreso-correo Madrid-Algeciras, billete de ferrocarril que pagaba el ejército español, salía a las nueve de la capital para llegar sobre las once del día siguiente a la ciudad gaditana. Me quedaba toda una larga noche por delante. El vagón, y el tren en general, estaba atestado con gente de mi reemplazo, el 78/6º, aunque había algún que otro civil y numerosos moros que cargaban con bultos inverosímiles atestando los ya de por si abarrotados compartimentos.
Pronto comprobé que aunque se tuviera asignado un número de asiento, la cosa iba por otros derroteros más anárquicos. Estaba claro: si te levantabas perdías el escaño para siempre jamás. Así ocurrió cuando Larry (nunca supe su nombre auténtico) me pidió fuego para encender su pitillo. Me abrí paso hasta su posición en el extremo del departamento y, levantados los dos, perdimos el sitio por sendos marroquíes que aposentaron sus bultos entre las piernas acomodando la cabeza sobre la madera del asiento en un pispás.
— Y no se han puesto ni "coloraos"- me dijo Larry con ese tic nervioso que le hacía levantar las cejas con insistencia.
Con Larry, la primera persona que conocí en mi nueva vida militar, tendría una experiencia surrealista en el único permiso para volver a Madrid que tuve destinado en Ceuta en catorce meses. Pero eso ya lo contaré más adelante.
Nos acomodamos en el pasillo, repleto de gente sentada en el suelo y otros vociferando su alegría incontenible con las ventanillas bajadas, y nos pusimos a fumar mientras nos contábamos lo más esencial de las vidas que dejábamos. Comenzamos a abrir las latas de cerveza, "Antes que se vicien con la calorina", como dijo Larry, alentados por un tipo que trataba de abrirse camino por el pasillo a base de codos y caderazos. Llevaba colgada de su cuello una correa para sujetar una especie de nevera portátil, por la que sobresalían pedazos de hielo, suspendida a la altura de la barriga y voceaba: "Cervezas y refrescos fríos para el viaje, señores".
La noche en vela iba a transcurrir entre compras de cervezas, algún que otro bocadillo, muchos pitillos, risas a cada hora más ruidosas, a las que se uniría la segunda persona que iba a conocer esa noche: un tal Mario, cuya novia era medio vecina mía. Los tres teníamos en común que éramos madrileños y que nos embarcábamos en aquel ineludible servicio al estado español. Era suficiente para empezar.