Manuel Pérez Lourido
La primavera en ciernes
He imaginado un personaje de un relato, un poco filósofo y bastante cenizo, que a la rutinaria pregunta "¿qué tal te va?" solía responder "aquí, muriendo". Ciertamente, vivir y morir, más que dos caras de la misma moneda, son la misma moneda. Atravesamos la existencia como una exhalación por más que nos esforzemos en ralentizarla con invenciones como "días", "meses", "años", etc. Pese a ello, suele ser arduo morirse, y nos entretenemos haciendo cosas por el camino: inventar la rueda, fundar un imperio, destrozar el clima, hacer brotar un jardín. Somos tan incongruentes como el mundo que hemos creado a nuestro alrededor. Se nos da, además, por buscar algo que hemos denominado belleza y que en muchísimas ocasiones entra en contradicción con la búsqueda de algo que hemos denominado dinero. Y no tenemos arreglo. Esto sí que conviene tenerlo claro porque, como decía José Hierro: "no has venido a poner diques y orden / en el maravilloso desorden de las cosas".
El título de este texto es también un verso de una poeta, creo que ganadora de un Adonais. Puede venir bien ahora que la primavera ya es un hecho porque, aunque así sea, la primavera siempre es algo en ciernes. He usado mucho este verso y hubo una época en que ya no sabía si lo había escrito yo. Nos construimos a nosotros mismos con trozos de nosotros mismos que encontramos por ahí. Nos descubrimos a nosotros mismos en otros. Nos vemos en otros como quisiéramos ser, nos inventamos, nos aborrecemos en la piel de los demás y en la piel de los demás establecemos un territorio donde descansar. Somos el camino de la historia, uno a uno, una a una, construyendo un relato que terminará por destrozarnos.
Hace ya un año, si lo medidos con la convencional vara de medir que hemos ingeniado, que vivimos confinados. Hemos vuelto a las calles, nos hemos adaptado a vivir escasamente, a restricciones de cariño, a enmascarar la voz y la sonrisa, pero seguimos confinados a ser otros que tratan de existir mucho más silenciosamente. Porque el ruido que hacíamos también se ha apagado un poco, afortunadamente. Hasta la chiquillería, en los patios de recreo, se desgañita con sordina. Y es insensato ruido de nuestro propio orgullo ha perdido su eco, se ha desvanecido en el aire, ahogado por el grito salvaje de una enfermedad infecciosa que nosotros mismos hemos generado tal vez sin darnos cuenta.
Y, pese a todo, llevamos la sonrisa perfecta y resilentemente escondida, dispuestos a seguir muriendo, dispuestos a seguir viviendo.