Kabalcanty
El mundo más allá del Canalillo (2ª Parte)
Con mis abuelos en el barrio de Tetuán pasaba fines de semana, puentes o las vacaciones de verano. No es que fueran ellos especialmente cariñosos conmigo (estaban a sus cosas, en su rutina de matrimonio consumido por el aburrimiento y falto de expectativas), pero allí, en el lugar común del patio vecinal, nos juntábamos Benito, mi primo Ramón y yo para disfrutar de una niñez que negábamos a los demás compañeros de colegio. Yo vivía lejos de ese barrio, cada cual tenía sus amistades de diario, pero lo sagrado, lo que nunca abandonábamos, era jugar a lo que fuera en el patio de Tetuán y alrededores viviendo un mundo especial entre gatos, polvo y vecinos singulares.
Mi madre, en ocasiones, lamentaba esa comezón que me impulsaba a salir disparado a coger el metro (mi hermana y yo comenzamos a viajar en ese transporte urbano a poco más de los seis o siete años) para llegar a la casa de mis abuelos, es decir al patio que era de lo que se trataba. "¡Chico, parece que te dan miel!", exclamaba quejosa mi madre, a lo que contrarrestaba mi padre con aquello de "Deja que se expansione el jodio crio". Nadie ponía en duda mi pasión por esa parcela de terreno que significaba lo más grande de mi niñez.
Mi primo Ramón, que vivía enfrente del patio, llegó a la cita el primero.
— Leñe, creía que os habíais rajao.
Dijo, cuando aparecimos Benito y yo casi a la vez.
— ¡Anda, déjate de rajadas y mírate los pantalones a ver si los tienes cagaos!
Dijo Benito, haciendo el ademán de pegarle un capón.
Eran las cinco de una tarde en la que el sol había vencido a las nubes amenazantes de la mañana. La temperatura era más llevadera regresando el azul del cielo entreverado por las antenas de las televisiones en los tejados. Volaban vencejos piando alegría y olfateaban los esquinazos de las calles perros vagabundos que conocíamos de siempre y a los que teníamos bautizados con nombres así como: Blanquita, Pirata, Cagón, Cojo, Negrato. El bar de Félix y el Cantabria comenzaban a bullir con sus parroquianos colgados de un puro o con el transistor pegado a la oreja.
— ¡A ver si no me le traéis escalabrao que él es más pequeño que vosotros! -exclamó Pino, la madre de mi primo desde el balcón de su casa.
Salimos corriendo los tres bajando por la calle de la Araucaria. Nos envolvió el olor fuerte a amoniaco de la fábrica de hielo en la esquina de la calle Naranjo y no nos detuvimos hasta llegar al ensanche de la acera junto al cine Savoy. Estábamos en la calle Marqués de Viana, a su final, como si fuese un tajo limpio de hacha, estarían los arcos del Canalillo.
— ¿Qué dan? –preguntó Ramón, tratando de descifrar el cartelón en alto del cine.
— "Namu, la ballena salvaje" y "Los valientes andan solos", de vaqueros. -dije
— Mañana podríamos venir a verlas…… si salimos vivos.
Dijo Benito, acercándose a la oreja de mi primo.
En realidad, Ramón era primo segundo. Su padre era primo hermano de mi padre.
— Mira tú, el morrazos este -le dijo a Benito, pero separándose un par de metros de él.
Marqués de Viana era una calle más ancha, donde ponían el rastro los domingos y festivos, y podíamos corretear más a nuestro aire. Supongo que para disimular el miedo que nos procuraba la visita a ese final tenebroso de la calle, estábamos más inquietos de lo normal saltando, corriendo o gastando bromas a diestro y a siniestro.
Así cuando pasamos por la chatarrería del tío Avelino gritó Benito: "Avelino, los calzones no te los lavas ni pasado el frío" Se refería a que aquel hombre, gordón y de andar cachazudo, tenía siempre puestos unos pantalones repletos de remiendos y agujeros con los que se paseaba año tras año, entre el barrio y su negocio, con toda su pachorra. Salía a la puerta de su chatarrería amenazándonos con el puño en alto y haciendo un ademán de salir tras de nosotros.
Tampoco se salvó Paco, el carbonero, al que siempre le colgaba un mondadientes hiciera lo que hiciera. Iba cargado con el saco del cisco, su mondadientes entre los labios; se sentaba a la puerta de la carbonería a rumiar pensamientos, el mondadientes desfilando a la largo de su boca. "Paco cambia de palillo un rato", grité yo, acelerando la carrera calle abajo.
Cuando los alcorques que sujetaban los árboles centenarios desaparecieron para dejar la acera más descuidada y falta de tiendas, supimos que los arcos ya debían verse.
— Lo mismo nos cae la noche y mi madre me hincha la cara a tortas si no me ve por el patio.
Musitó mi primo como sin querer.
— Por aquí huele a mierda. -dijo Benito, poniéndose a silbar mientras miraba al cielo.
— Si te quieres rajar te vas a los billares Nieto con tu amiguito Toño.
Con el dedo le estaba repiqueteando en el pecho a mi primo.
Toño era un compañero de colegio de mi primo con una pasión desaforada por las pinballs. En más de una ocasión quiso meterle en la cofradía del patio, sin embargo tanto Benito como yo nos negamos en rotundo.
— ¡Bah, no digo nada! -exclamó Ramón, dándonos la espalda- Pero a ninguno de vosotros os gustaría que os pillara la noche allí dentro.
Terminó, señalando los pequeños arcos que sujetaban el desvencijado canal que se esbozaban un par de bocacalles abajo.
Los tres miramos la extensión del dedo de mi primo quedándonos mudos. Comencé a sentir el corazón dándome vueltas por la boca y un acaloramiento que se reflejaba en lo rojizo de mis orejas. Sentía el aliento del temor detrás de mí y hasta se me antojó que, tras aquella arcada, el cielo se pintaba sin color y sin pájaros; era como la vida fuese de otra forma al pasar esa frontera, más peligrosa, más indescifrable, más mortal.
Benito dio un paso hacia adelante para encararnos.
— ¿Quién tiene miedo? -preguntó con un timbre menos contundente de lo que calculó.
Su voz sonó como la de un niño un par de años menor.
Primero yo y luego Ramón nos pusimos a la par de Benito intentando refrenar las ganas de salir corriendo calle arriba.
— Pues hala, vamos tirando. Pero y si antes merendásemos. ¿Os hace?
Dijo Benito demasiado serio.
Sacamos los envoltorios de los anoraks. Comimos silenciosos, sentados sobre los mojones de piedra que delimitaban una finca ya inexistente al borde de la acera.