Kabalcanty
El mundo más allá del canalillo
Era sábado por la mañana. Habíamos terminado el partido de chapas y el patio se nos antojó a los tres un solar triste sin nada que estimulara nuestras ganas de seguir jugando a otra cosa diferente.
Era un invierno como los de antes en Madrid: gélido, con el cielo turbio y ese olor a chamusquina venido de los braseros de las casas. La gente siempre iba abrigada en exceso, tanto en su casa como afuera, por eso la señora Carmen o mi misma abuela nos gritaban un día sí y otro también: "Y vosotros tan desabrigados. Vais a pillar una pulmonía doble, mocitos" Y esa retahíla contribuía aún más a nuestro aburrimiento.
— ¡Podríamos hacer la excursión al Canalillo!- dijo Benito, pinzándose el labio superior con los dedos con ese tic que le caracterizaba y que le había costado el mote de "morrazos"- Siempre andamos diciéndolo y nunca vamos.
Tenía razón y la respuesta era patente en el gesto atemorizado de mi primo Ramón. Ir al Canalillo suponía una especie de riesgo intangible suscitado en lo más profundo de nuestro ser. Yo, sin ir más lejos, soñé varias veces con terribles monstruos o secuestros por hombres flacos de increíble altura que nos metían en unos enormes arcones para llevarnos a lugares oscuros donde sólo se escuchaban largos lamentos de niños enjaulados para vete a saber qué.
— Podríamos…… sí. -contesté parco, vacilante.
— Pero de chicas nada -dijo mi primo.
Supimos que lo decía por mi hermana y la suya, erigiéndonos en protectores para evitarlas de los peligros que pudieran correr. Ese mal que suponíamos tras cruzar los arcos del Canalillo debíamos de afrontarlo solos como hombres que ya nos considerábamos a esos nueve o diez años de edad.
Fuimos a sentarnos en la bañera patas arriba, nuestro sanctasanctórum para hablar de las cosas más delicadas.
— ¿Quién pondría esta bañera en el patio? Lleva aquí desde ni se sabe.
Preguntó Ramón, deshollinado su nariz de espatarradas fosas.
Nos habríamos tenido que remontar demasiado en el tiempo, más allá de nuestros nacimientos, para conocer que ese objeto lo colocó allí la señora Narcisa, pues cuando heredó a la muerte de su madre se encontró con una bañera que no le cabía en su casa. Su madre la utilizaba como huerto para sus rosas, geranios y margaritas que exponía orgullosa a la entrada de su casa, antigua vivienda de una planta, con un pequeño porche donde albergaba la bañera-huerto, de las que quedaban todavía en el barrio de Tetuán de las Victorias. El caso es que heredó aquel trasto que no tenía cabida en las minúsculas casas que la mayoría de los vecinos poseían en el barrio, así que se le ocurrió, tras consultar con mi abuela, la señora Pilar y la señora Carmen, que tenían puerta calle con el patio, ponerla allí "por conservar el recuerdo del cariño de mi madre a sus flores". Pero las flores se marchitaron porque la señora Narcisa "tiene más que de sobra la mujer con las tres jamelgas y los dos becerros que tiene por hijos como para cuidar florecitas por mucha adoración que les tuviera su santa madre", como diría mi abuela. Llegó el día que le tocó a mi abuelo, por decreto real dictado por mi abuela, darle la vuelta al trasto, habiéndolo vaciado de un abigarrado matojo de hierbajos y flores secas y descabezadas. "Así ni se crían bichos ni se empocilga de barros", sentenciaría mi abuela de haberla oído. Y de esa guisa, arrinconada, huérfana y patasabajo, la bañera se hizo mueble indispensable en el patio a unos tres o cuatro metros del gallinero que se apañó el tío Nino, marido de la señora Carmen.
Sentados los tres en la tina de hierro comenzamos a preparar el viaje al Canalillo para esa misma tarde.
— ¿Creéis que habría que llevarse algo para zampar? Lo mismo se nos hace tarde.
Mencionó Benito, escarbando con un palo un hormiguero cercano.
— De noche no es bueno andar por ahí - dijo mi primo, observándonos con inquietud.
Dije que nos buscaríamos un lio si decimos en nuestras casas que nos llevamos la merienda.
— Sospecharán.
Benito nos convenció que lo ideal era decir que íbamos a casa de Fernandín, el hijo del carabinero, porque allí, como había ocurrido otras veces, nos daban bien de merendar y era cobijo de confianza para nuestras madres o abuelas.
— Entonces nos quedamos sin merendar, ¿no?
— Pillamos algo sin que se den cuenta -me contestó Benito.
— Mi abuela dice que en casa del carabinero atan los perros con longaniza - dijo mi primo Ramón.
Nos reímos.
— ¿Y eso quiere decir que es de fiar?
Pregunté esperando ansioso la respuesta.
— ¡Jopa, claro, mira tú! -exclamó Benito- La casa de Fernandín es un bloque de esos caros por detrás de Los Salesianos y eso tu abuela, tu madre y la mía, y todo el resto, saben que por allí se rifa la buena vida. Aunque nos dieran agua de Carabaña a todos les parecería bien.
Que la familia de Fernandín se había mudado de casa para irse a la zona de los bloques de pisos nuevos era toda una categoría superior, y es que ser carabinero, como decían los mayores, era jerarquía y más de esos que estaban al tanto de lo que decía este o aquel para meterte entre rejas hasta Dios sabía cuándo. A nosotros nos parecía que era un guardia corriente y moliente, de esos que se gastaban bigote gordo y te miraban siempre de medio lado, pero algo debía diferenciarle para cambiar de barrio e instalarse en esos pisos de "señoritingos", como decía la señora Pepita, la madre de Benito que regentaba una panadería y conocía la vida y milagros de todo quisque.
Mientras planeábamos nuestro viaje al intrincado mundo de más allá del Canalillo, los seis gatos, desde el tejado de la casa de la señora Carmen, el más soleado a esa hora, nos observaban guiñoteando los ojos tan modorros que debía darles pereza escuchar el trajín que nosotros tres preparábamos para esa tarde. Cosas de niños y gatos.