Valentín Tomé
Res publica: Los qualia y las políticas de identidad
Sin duda uno de los mayores retos científicos y filosóficos de todos los tiempos consiste en establecer una explicación plausible de como la actividad físico-química de nuestro cerebro puede dar lugar a eso que llamamos conciencia; es decir, como las relaciones sinápticas entre neuronas fruto de la actividad cerebral y cuyo estudio corresponde a la neurociencia se traducen en los estados mentales (emociones y pensamiento) propios de la psicología. En definitiva, en un sentido más profundo, se trata de resolver un verdadero enigma: si todo en el Universo es materia y energía, ¿de dónde surge esa capacidad de la materia para convertirse en objeto pensante y sintiente? (por supuesto estamos exponiendo aquí la visión más científica del problema que es la planteada por la filosofía materialista, la cual defiende una postura monista, es decir, la que establece que los estados mentales no son más que correlatos neuronales; así no existiría una dicotomía mente-cerebro, sino que la primera sería un aspecto perfectamente ordinario del segundo).
Lo que resulta de todo evidente es que independientemente de cuáles son los procesos físico-químicos que dan origen a los estados mentales, todos los seres humanos, y estoy seguro que también la mayoría de los animales, son sujetos de experiencia, es decir, poseen lo que podríamos llamar una vida interior. A este tipo de fenomenología que todos experimentamos los filósofos de la mente han convenido en llamarlas los qualia, que podríamos definir como las cualidades subjetivas de las experiencias individuales. Por ejemplo, la rojez del rojo o lo angustioso de la angustia. Un qualia es por definición inefable, es decir, no puede ser aprendido ni comunicado por otro medio que no sea la vivencia directa, la cual es privativa del sujeto que lo experimenta.
Entre los seres humanos existen diferencias físicas que difícilmente son salvables a través de medios culturales como puede ser el sexo biológico o el color de la piel. A lo largo de la Historia, en todo tipo de sociedades, estos dimorfismos han dado lugar a toda una arquitectura de la desigualdad donde el sujeto perteneciente a una categoría con alguna cualidad morfológica determinada (las mujeres, los negros…) experimentaba la discriminación frente a la categoría que poseía el control del poder. Así, se deshumanizaba al 'Otro', otorgándole, a raíz de su dimorfismo, alguna tara imaginaria que le impedía el acceso a los mismos derechos de los que disfrutaban los sujetos pertenecientes al arquetipo dominante.
Durante la Modernidad, a través del Proyecto ilustrado, los movimientos sociales y políticos de masas de la Izquierda, es decir, los inspirados por las revoluciones americana y francesa y por el socialismo, lucharon por la consolidación, frente al prejuicio, la superstición o las relaciones de poder de una clase social sobre las demás, de valores universales, en una búsqueda incesante de lo común, de lo que nos define como especie, de la necesidad irrenunciable de caminar hacia la igualdad.
Sin embargo, todo esto cambió bruscamente en los años 70 del siglo pasado, coincidiendo con el triunfo del neoliberalismo como ideología dominante. Comenzaron entonces a surgir lo que se ha dado en llamar las políticas de la identidad. Desde ese momento, en el campo de lo político surgieron grupos sociales formados por elementos que renunciaban a su identidad múltiple (pues cualquier sujeto puede ser al mismo tiempo de clase trabajadora, hijo único, católico, madridista, con estudios primarios, heterosexual, andaluz y apasionado por la pesca) para optar por pertenecer a una identidad en concreto que los defina en su plenitud y que delimitaba claramente el campo de su acción política: ser protestante, si se es un unionista de Antrim, ser catalán, si se es un nacionalista catalán, ser homosexual, si se pertenece al movimiento gay…
Entre las múltiples consecuencias que han tenido la implementación de estas políticas, una de las más dramáticas es sin duda la de la fragmentación de las luchas, dando al traste con el tercer valor de la Triada revolucionaria: la Fraternidad. Esta cada vez se antoja más difícil, pues si se sustituye el ámbito universal de la Razón, que es lo que debe imperar en el campo de lo político pues liga a los seres humanos al favorecer la comunicación entre ellos, por el de la Emoción, donde impera un calidoscopio de identidades específicas cada una encerrada en sí misma y únicamente interesada en sus propias problemáticas, la atomización social se convierte en el límite asintótico de este proceso. Dado que los qualia que experimenta un catalán cuando afirma que lo suyo (el nacionalismo) es un sentimiento, o los de un budista cuando realiza sus ejercicios de meditación, o los de un hombre que dice sentirse mujer, son por definición inefables; no existe acceso posible a la comprensión de esa realidad por parte del sujeto que no comparte esa identidad, el Otro, estableciendo así una barrera, una diferencia insalvable, que vuelve imposible la comunicación, y puede servir a la postre para la justificación de todo tipo de desigualdades. Las políticas de la identidad crearían así un reino de infinitos qualias en eternos monólogos volcados sobre sí mismos.