José Antonio Gómez Novoa
Ventana indiscreta: "A mal tiempo..."
Cuando me desperté, una lluvia intensa seguía asomando por la ventana, después de una noche en la que los cactus canarios, comúnmente llamados "asientos de suegra", estuvieran golpeando la ventana, llegando a comprometerse incluso por escrito, de que sus espinas no nos harían daño siempre que los salváramos del vendaval y los depositáramos en una esquinita de la habitación.
Las borrascas Gloria y Filomena se solaparon y me obligaron a estrenar el primer paraguas del año. Fue un regalo navideño, que el amigo invisible insistió en que era de última generación, plegable, resistente al viento, varillas de resina y con un dispositivo de apertura automático, ideal para marcar distancia de seguridad con los demás viandantes.
Mi intención era cumplir con el objetivo del paseo diario, que me recomendó el médico que se precia, de no pasear ni hacer ejercicio. Como decía el cura de mi pueblo: "haced lo que lo digo, y no lo que yo hago".
El paraguas aguantó en su esplendor durante largo rato, pero en la confluencia de varias bocacalles y con la sublime cercanía del mar, recibí el saludo, de una ráfaga de viento que me desplazó varios metros, consiguiendo salir ileso gracias a la oportuna intervención de una farola que pasaba por allí.
El segundo paraguas, lo compré aprovechando el inicio de la borrasca Ignacio. Llovía intensamente, y observé a un vendedor ambulante, que acumulaba más de 50 paraguas en los hombros. Para salir del paso, le compré el que me parecía más consistente. No sin antes preguntarle, el ¿por qué con la cantidad de agua que caía, él no utilizaba algún paraguas para cobijarse?. Su respuesta fue sorprendente: "Cuestión de marketing". he comprobado que si lo despliego, bajan las ventas.
Antes de que llegara Justine, decidí tirar la casa por la ventana, y comprarme un paraguas británico en el comercio local. Me garantizaron que era irrompible, amplio, multivarillas, impasible a huracanes, mango de bambú. Ya saben mi debilidad por el séptimo arte, y ahí me tenéis en medio del viento racheado, paseando por el Puente de la Barca, imitando a los protagonistas de las películas de espías. No pasó ni un minuto, cuando una especie de túnel del viento me elevó a lo Mary Poppins. Desde lo alto pude comprobar la belleza del paisaje y como no la robustez del paraguas.
Cuando amainó el ciclón, ya me encontraba a varios kilómetros del punto de partida, concretamente en el bosque de secuoyas rojas más grande de Europa, en el monte Castrove (municipio colindante), y allí en las inmediaciones, una patrulla de la Guardia Civil, que me preguntó dónde vivía y a dónde iba. Creerán ustedes, que me multaron…. Pues no, parece que las explicaciones fueron sumamente convincentes, se conformaron con requisar el paraguas y me llevaron en su vehículo hasta el centro.