Valentín Tomé
Res publica: El gorila del coronavirus
Todo buen científico sabe que para poder desarrollar su labor necesita siempre practicar el reduccionismo. Ante cualquier fenómeno a estudiar es necesario que centre su atención en aquellas variables o cualidades que su buen juicio considera más significativas para la descripción del mismo. Es decir, debe, si quiere que este le resulte comprensible, reducir el campo de lo observable a las causas y efectos que con más claridad se manifiesten como imprescindibles para desentrañar las claves o leyes que se esconden detrás del fenómeno en cuestión. De no hacerlo, corre el riesgo de caer en un estado catatónico ante la inabarcable realidad que acecha detrás de cada evento de la naturaleza. En definitiva, podemos afirmar que el científico cuando estudia un fenómeno está seleccionando entre todos los puntos de vista posible, aquel que según su criterio resulta más adecuado para generar conocimiento sobre el mismo. Un conocimiento que, además, como exige la buena praxis, deberá ser capaz de transmitir a otros.
Análogamente a todo lo anterior, en la práctica periodística todo profesional hace exactamente lo mismo cuando decide que realidad noticiable presentar ante la sociedad. Es del todo evidente que la cantidad de acontecimientos que suceden en la realidad a lo largo de todo un día son prácticamente infinitos, y de entre todos ellos, su labor consiste en seleccionar y presentar aquellos que considere más significativos, atribuyéndoles la categoría de hechos noticiables. Es decir, practica una suerte de reduccionismo fenomenológico para intentar así trasmitir al resto de sus congéneres un trocito de realidad que según su criterio tiene algún valor para la comprensión del mundo que habitamos. Compleja labor sin duda pues, en su versión negativa, podría llegar a desprenderse la idea de que todo aquello que no es digno de ser noticiable carece de importancia.
Por supuesto, todo lo anterior sería válido para aquel periodista que pueda desempeñar su labor con cierto nivel de independencia. En la práctica, sabemos que esto rara vez sucede y todo profesional que forme parte de un gran medio, sea éste público o privado, debe a su vez soportar presiones de todo tipo según los intereses de los principales propietarios (o quienes se creen serlo en el caso de lo público) de ese medio. Así, en el Informe de la Profesión Periodística 2020, que edita anualmente la Asociación de la Prensa de Madrid (APM), podíamos conocer de boca de los propios profesionales cuáles son las principales dificultades con las que se encuentran para desarrollar su labor en su día a día, y que fundamentalmente se resumían en los intereses económicos y políticos de los grupos de medios los cuales ejercen fuertes presiones, provocando así falta de rigor en la información y una independencia profesional muy limitada.
Vayamos ahora al receptor de la información periodística en sus múltiples manifestaciones: lector, oyente, espectador…
En 1975, los investigadores Neisser y Becklen, llevaron a cabo un experimento que consistía en la visualización de un vídeo por parte de un sujeto elegido al azar en el que varias personas se pasaban dos pelotas entre ellos. Las instrucciones dadas al sujeto consistían en que contase el número de pases que se producían entre aquellos que llevaban la camiseta de color negro. Sin embargo, a mitad del vídeo, aparecía una mujer caminando entre el resto de individuos. En el año 1999, en la Universidad de Harvard, Christopher Chabris y Daniel Simons, volvieron a replicar el experimento con pequeñas modificaciones. La mujer atravesando la pantalla pasó a ser alguien disfrazado de gorila. Pero, ¿por qué se hizo tan famoso este experimento? Porque, al igual que con la mujer anterior, una gran cantidad de individuos aseguró no haber visto al gorila atravesando la pantalla. Simons y Chabris lo tenían claro, lo que su experimento mostraba era las limitaciones de la percepción humana, como quedaba de manifiesto ante la no visualización de un objeto inesperado. A este fenómeno se le llamó "ceguera inatencional". En palabras de Simons y Chabris: "cuando la gente dedica su atención a un área o aspecto de su mundo visual, tiende a no notar objetos inesperados, incluso cuando éstos son sobresalientes, potencialmente importantes y están en frente de nuestra vista".
Las conclusiones de este experimento son enormes y se extienden a múltiples campos, pero centrándonos en el que ahora nos interesa, ¿qué ocurre en la mente del receptor de una información periodística?, ¿no podría darse el caso de que ante una presentación informativa reduccionista (inevitable por otra parte como hemos visto), orientada de manera reiterada en un aspecto muy concreto de un fenómeno mucho más complejo, pudiera provocar en ese sujeto la impresión de que todo lo verdaderamente importante sobre el mismo se reduce al punto de vista adoptado por el medio o los medios en la transmisión de esa información?, ¿que todo lo que se aparta de esa presentación no merezca la pena su consideración a pesar de que pueda estar ocurriendo delante de sus propios ojos?
Desde que estalló la pandemia, hemos sido bombardeados con múltiples informaciones orientadas hacia aspectos concretos del fenómeno que pudiera parecernos que todo lo que hay que contar sobre él ya ha sido contado. Así, conocemos con relativa precisión toda la dramática estadística asociada (número de muertos, contagiados, incidencias acumuladas, ocupaciones de camas de hospital…); las medidas adoptadas por las diferentes administraciones del país, así como los debates políticos de las diferentes fuerzas sobre lo que debería hacerse; sus catastróficas consecuencias socioeconómicas en forma de desempleo, pérdida de tejido empresarial, aumento de la pobreza… y un sinfín de múltiples cuestiones más. Pareciera así que no hay aspecto de la realidad que no haya sido tratado.
Sin embargo, sí me atrevería a señalar que toda esta multidimensional presentación informativa del fenómeno ha dado lugar a una ceguera inatencional que nos impide valorar en toda su naturaleza la gravedad de la pandemia, creando un sesgo cognitivo que nos hace sobrevalorar algunos aspectos e ignorar otros que a mi juicio son fundamentales. Sesgo este que es de vital importancia para que la ciudadanía tome decisiones sensatas y racionales sobre lo que debemos hacer como sociedad para verdaderamente enfrentarnos a la pandemia. ¿Cuál sería entonces el gorila que se nos ha colado en toda esta iconografía periodística pero que a pesar de sus descomunales dimensiones hemos sido incapaces de percibir?
Cualquier persona que tenga un conocido en el ámbito sanitario y le haya podido preguntar sobre cómo ha sido su trabajo durante el estado de alarma le habrá descrito casi con total seguridad un escenario dantesco: pacientes agonizantes que se hacinaban en el suelo a los que les fallaba la respiración, médicos tomando decisiones sobre qué enfermos intentar salvar y a quiénes dejar morir por falta de recursos suficientes, crisis de ansiedad o ataques de pánico entre los profesionales… Si se le preguntara a algún trabajador de una de las múltiples Residencias de mayores donde el coronavirus provocó decenas de muertes su relato sería igualmente espeluznante. Sin embargo, estas imágenes, en la era de la información, han sido convenientemente ocultadas a los ojos del gran público; ni siquiera en términos generales estos profesionales han sido entrevistados para ser cuestionados por aquellas vivencias. Curiosamente, en un tiempo donde se apuesta cada vez más por una información de contenido "emocional" frente a lo analítico, el aspecto más humano, más tangible, más doloroso de la enfermedad, el verdadero gorila, ha sido cuidadosamente silenciado, mientras éramos y somos sobreexpuestos a una ingente cantidad de datos procedentes de frías estadísticas.
Hoy en día, este gorila permanece oculto ante nuestros ojos; abra un periódico, encienda la televisión, escuche la radio o consulte un medio digital, verá que es mucho más fácil conocer las impresiones de un empresario de la hostelería sobre un posible cierre de su negocio, que el testimonio de un enfermo de coronavirus que pasó por cuidados intensivos, o el de un contagiado que ha superado la enfermedad pero que padece secuelas graves, o el de cualquier persona que haya podido presenciar la agonía en directo de un fallecido por el virus, o el de los familiares de una persona víctima de otra enfermedad por una atención médica deficiente debida a la cantidad de recursos sanitarios destinados a combatir únicamente la pandemia. Y eso no es, por supuesto, casual.