Kabalcanty
A vueltas con la Navidad
Por estas fechas es casi obligado comentar algo sobre la Navidad. A mí cada año me cuesta más, no lo puedo negar, pero queda ese sedimento, mitad educacional mitad emotivo, que me incita a mencionar estas fiestas.
A mi generación la instruyeron para que la Navidad fuera pura alegría por el nacimiento de un mesías que no acabábamos de entender, si bien callábamos nuestras dudas entre polvorones, villancicos y muchos recelos por arder en ese infierno con el que tanto nos amenazaban nuestros preceptores. Sin embargo, también recorre la espina dorsal de nuestros recuerdos esos juguetes que esperábamos ansiosos el día de los Reyes Magos y que siempre colmaban nuestras ilusiones aunque faltara alguno de los que habíamos pedido en la carta a sus misteriosas majestades de Oriente.
Hoy en día estas fiestas no me dan ni frío ni calor, vagos recuerdos de ilusiones que ya no volverán. Tuve un renacer cuando mis hijos fueron pequeños, otro tiempo, otras situaciones, pero ahora apenas me queda un aliento para contemplar, cada año más escéptico, esta gran fiesta del consumismo decorada con luces estridentes y falsos deseos de felicidad.
— Te ha hecho polvo tu cultura cristiana, colega.
Me dice Kabalcanty, bajo su sombrero de fieltro que no se lo quita ni aún con la calefacción a 23 grados Celsius.
No le hago caso, bebe cerveza sin parar y embarra conceptos con sentimientos.
Este año la guinda del pastel tiene el nombre de COVID 19 y presiento una febril invasión a los comercios para "resarcirse" de los meses de imposibilidad consumista. El gobierno, aguijoneado por el empresariado, se contradice urgiendo a estabilizar la economía, instándonos a comprar de la manera más subliminal, y también a mantenernos separados de las aglomeraciones para no propagar el contagio del virus. Entre el miedo, la rebeldía y el convencionalismo de moda, la sociedad anda confundida nutrida de una ansiedad que puede palparse en calles, tiendas y en los propios hogares.
— Esta sociedad imbécil, adornada con falsos ídolos y sin valores auténticos que llevarse a la boca, morirá sin ceder a los placeres que le unta el capital salvaje. –dice serenamente Kabalcanty prendiendo un pitillo, sentado en el sofá frente a la estantería de libros.
Levanto los ojos del teclado para recriminarle con un gesto la humareda que va a llenar la habitación. Él mira hacia otro lado y continúa su plática.
— Las mayorías son borregos, esclavos convictos, y se sentirían muy mal en cualquier otro lugar que no les invitara a poseer todo lo que les dicta la televisión, el cine comercial o los catálogos al servicio del esnobismo. El ser diferente a toda esta tendencia que marca el compás social te arrincona como un utensilio inservible que, únicamente por pereza, no tiras a la basura. ¡Somos escoria que lucimos con la desenvoltura de la hipocresía!
Tener a tu ego más doméstico, transmutado en carne, tan cerca de ti tiene algunas ventajas. Aunque sea un borracho y un impresentable, te ayuda a descargarte limpiando tu interioridad de esas trampas que cimentan la personalidad.
— Y entonces ¿qué dices tú de la Navidad?
Le pregunto, dejando el ordenador y acodándome sobre la mesa para dar a la escena un aire familiar de confidencia.
— ¿Has visto engalanada la Gran Vía? -me interroga, señalándome con la jarra de cerveza de la mano antes de beber.
No la he visto este año, la verdad.
— Pues detrás de todo ese lucerío y escaparates desbordados están gentes desnortadas cuyo alivio consiste el llenar el día de trastos, deseos manoseados solidarios y ruidos para que al despertar al día siguiente todo tenga un cierto orden y sentido. Eso es la Navidad, coleguita. La crueldad de todo eso viene cuando tropiezas y te balanceas al borde de un abismo negro como la pez.
Le pido un cigarrillo y un sorbo de cerveza.
— ¿Y te sientes fuera de todo ese engranaje?
Le pregunto saboreando el trago y expulsando el humo blancuzco que antes le recriminé desde mi semblante.
— Soy tan arrogante como tú, o sea sí. -contesta- Pero estamos tan metidos en la mierda como el más gilipollas de ellos, compañero.
Desde la ventana me llega el intermitente resplandor de algún árbol navideño de la vecindad. De niño ese símbolo me llenaba de una alegría desbordada, lo mismo que colocar las figuras del belén y comprobar, día a día, el lento discurrir de los Reyes Magos hacia el portal. Todo tenía una magia natural y nosotros éramos niños, sólo niños.
"La Navidad es el instrumento para vender más, más y mucho más", digo en voz baja o alta, no lo sé, ya que mi alter ego más práctico ha tomado el camino del cuarto de baño y tampoco conozco si me ha escuchado o no me quiere responder. "Con los años vas perdiendo curiosidad o crédito en la simpleza de la fascinación". Mis palabras aparecen en la pantalla y las doy como buenas porque me cansaría añadir más.
Abandono el ordenador. Me levanto para ir a la ventana y mojarme con el ficticio fulgor navideño que ha colocado el vecino en su balcón. Pero más allá, cerca y lejos, está la noche y los contornos de personas tras las cortinas de sus casas. Se comportan rutinarios, anónimos, siluetas que esperan, o no, fiestas con que decorar sus vidas.
Después escucho la puerta del cuarto de baño. Una alargada sombra, culminada con un sombrero, ilumina el pasillo brevemente. Luego se desdice al acercarse.