Kabalcanty
El pasajero del sueño (13ª parte)
Fue entonces cuando me percaté que en el lugar donde estaba el brasero ahora se veían los cristales de una botella rota que relucían rubescentes, bajo la luz de la farola, por el coloreado de su etiqueta. Desde mi distancia parecían refulgir como vivas brasas entre la espesura humosa de la niebla.
— Caray, lo que hace la ilusión del ensueño.
Dijo una voz que ya no pertenecía a Jaime porque junto a mí sólo se albergaba un borbotón de niebla enroscándose en la sombra de la noche. Miré tras mi espalda para comprobar cómo titilaban las lucecitas lejanas del centro urbano. No había nadie que me acompañara a no ser esos pequeños faros remotos que se adivinaban entre lo neblinoso.
Para congraciarme con la realidad, palpé mi cazadora y hallé el bulto del paquete de mascarillas. En mi móvil vi que se me hacia tarde para llegar a la cita en el bar de Lui.
Alargada mi sombra en el parquecillo bajo la luz mortecina, recapacité sobre los últimos encuentros de esa noche. Los recordaba a la perfección y, sin embargo, como las otras veces, no parecían del todo apegados a la realidad. Sentía la cabeza pesada por el vino que tomé con Karmelo, el cuerpo destemplado, escocidos los ojos, pero mientras me dirigía hacia el semáforo que me encaminaba a mi barrio me decía que no todo podía ser fruto de los delirios de una encubierta melopea. A esas personas las vi con mis propios ojos, las escuché y me escucharon algunas, y sentí su presencia como algo vivo y cercano pero no dejaba de ser cierto también que sus súbitas apariciones y desapariciones estaban más del lado de la fantasía que de la materialidad. El enredo que surgió desde la primera aparición de la jodida araña.
Con estos pensamientos seguía la tapia del antiguo matadero municipal aterido de frío y con la calva húmeda. Ya iba divisando el ojo intermitente de la cámara de seguridad, erigida en la cima de un montículo brumoso, que regía la rotonda que partía mi barriada en dos: la parte nueva con sus altos edificios de diez o doce plantas, y la parte vieja, en la que vivía yo, con sus casas de cuatro pisos y sus tascas de cristaleras turbias de vaho.
Cuando llegué al bar, Lui, el chino que era su dueño y también camarero, fumaba parsimonioso en la acera. Era un tipo agradable, de una sonrisa exagerada que mostraba unos prominentes dientes céreos, al que conocíamos desde que, hacía tres años, abrió el bar. Tenía precios bastante razonables y la cerveza, aunque de marca desconocida, era más que aceptable.
— Vaya noche de perros, Lui.
Dije a modo de saludo.
Lui me escudriñó desde sus ojos laminados para dedicarme una de sus sonrisas embadurnada de humo.
— Tu mujel y tus amigos lleval tiempo infinito esperándote, calcamal.
Me contestó poniéndome la mano sobre el pecho para detener mi entrada al local.
— Espérate un segundos a acabar el piti - me dijo ofreciéndome el paquete de tabaco.
No fumaba desde cinco años atrás, pero esta vez acepté el pitillo.
— El último cigarrillo antes de lanzarme al hiperespacio, Lui. - le dije cogiendo uno del paquete.
Lanzó un potente silbido y lo remató con su sonrisa apabullante.
— ¿Cuánto tardaréis en llegal? ¿Lo sabes tú?
— Nos han dicho que 32 días…… Una eternidad para estar metidos en una máquina que no supongo demasiado grande para todos los que vamos.
Contesté sintiendo cómo el humo cosquilleaba mis pulmones. Tosí unas cuantas veces por la falta de costumbre.
— ¡Guauuu! ¡Menula expeliencia!
Lui tenía mordisqueada la boquilla del pitillo hasta aplanarla. Cuando se lo quitaba de los labios un hilillo de saliva se adhería a la molla de su dedo pulgar.
— Lo mejor de todo -continuó -es quel virus lo dejáis aquíl joliendo la Tierra. Desea Lui de corazón que tengáis viaje bueno y vida buena en aquel planeta.
Sabía que lo decía de verdad.
— ¿Entramos? -le pregunté cuando tiró su colilla porque a mí el cigarrillo me sabía mal.
Mei, la mujer de Lui, trajinaba en la barra enzarzada con una tortilla de patatas que trataba de trocear con dedicación. Levantó los ojos nada más vernos entrar dando unos grititos que llevaban algún vocablo oriental.
— ¡Hombre, llegó el "guevón" que quiere escurrir el bulto! -voceó Toño, elevando sus brazos cruzados de tatuajes.
El grupo prorrumpió en una abigarrada algarabía que hizo retemblar los platos de cerámica oriental ("imitación muy buena de platos dinastía Tang, siglos IX y X", según contaba ufana Mei) que colgaban por doquier en las paredes del bar.
— ¡Es hombre de honol y pagará despedida del planeta! ¡¡Sííííí!! –anunció Lui, mientras se perdía tras la barra risa en ristre.
Mi mujer se acercó a mí con ojos inquisidores.
— Tienes los ojos como dos tomates cherrys -me dijo en voz baja antes de besarme en los labios- Y a Karmelo ¿cómo le has dejado?
Le dije algo por decir tomándola por la cintura.
Además de Toño estaban los de siempre: Julia y Ramón, Petula, Yola, Alex, Tony, el pintor y hasta mi hijo mayor.
— ¿Y Héctor? -pregunté a mi mujer por nuestro otro hijo.
Ella se encogió de hombros con elocuencia.
— Ese a su bola, ya sabes. -concluyó.
Sobre la mesa del bar estaban las bebidas y unas cuantas raciones a medio terminar. Cuando se acercó Lui para servirme le dije que me trajera una manzanilla bien cargada.
— ¡¿Cómo?! -resonaron las voces de casi todos a excepción de la de mi mujer.
— Su amigo Karmelo es una esponja y él no le anda muy lejos. -comentó ella poniendo cara de circunstancia.
— Le traes, para empezar, una jarra de birra -se adelantó Toño incorporándose y cogiendo del hombro a Lui- y luego ya veremos.
Miré a mi mujer indefenso.
— La despedida es ahora ¿recuerdas? -dijo Yola elevando la voz junto a mi oído- No me seas pintamonas que tu a una cervecita no le haces ascos ni de coña.
— Y tú -dijo Petula señalando a mi mujer- no seas tan madraza con él.
— Que sea una jarra clarita –dijo Ramón al fondo de la mesa.
— ¡Nooooooo! –gritaron casi todos.
Levanté el pulgar mirando a Lui.
— Que venga esa jarra -dije.
Todos aplaudieron entre risotadas.
Mirándoles alegres a todos me acordaba de Rubio, Alfonsito, Jaime, mi abuela, la tía Fina y hasta de la jodida araña con su ristra de conocidos cabezudos sacudiéndose en su abdomen. Esos trocitos de recuerdos que formaban parte de una realidad paralela que me asediaba desde un par de días atrás. Lo cierto es que cada vez me sentía menos incómodo en ese estadio, incluso, cuando desaparecía, lo echaba de menos.