Manuel Pérez Lourido
Mascar chicle no es de tontos (o sí)
Estaba hace unos días viendo un episodio de una serie cuya trama se desenvuelve en un centro psiquiátrico norteamericano en los años 40 (gestionado por personajes mucho más psicóticos que los allí encerrados), cuando noté que uno de los rasgos escogidos para caracterizar como estúpida a una de las enfermeras consistía en hacerla mascar chicle continuamente. Así fue como decidí hacer algo al respecto, aunque no tenía claro si debía dar la razón a los guionistas o normalizar la conducta de los masticadores de chicle.
Hay quien piensa que mascar chicle es propio de gente superficial, pero son más los que opinan que dejarlo pegado debajo de las silla o en lugares inapropiados es de gilipollas.
Suele admitirse que los bobos mascan chicle como resultado de su condición, pero no es verdad. Hay gente que masca chicle de forma discreta y otra que lo hacen de forma boba, porque son bobos.
De forma que no se trataría del consumo de chicle sino de la forma de hacerlo. Para consumir chicle en público se debería exigir un certificado demostrativo de que el usuario es una persona de probada discreción. No hay cosa más desagradable que un energúmeno o una energúmena masticando chicle con fruicción y la boca abierta. Sobre todo con la boca abierta.
El chicle no es un alimento (como la cerveza, que sí lo es) y su consumo puede producir irritación intestinal, ardor, gases o acidez. Ojalá lo produjese más y así nos ahorraríamos una pasta en la limpieza de calles. He buscado datos sobre el coste de limpiar el suelo de chicles. Una noticia decía que costaba el doble del valor de cada chicle y otra decía que costaba siete veces más. Igual esta última se refería a chicles para elefantes, quién sabe si los hay. En todo caso, el gasto es considerable y podría evitarse si los amantes del chicle fuesen también amantes de la limpieza, en lugar de desaprensivos incapaces de envolverlos en un trozo de papel y arrojarlos a una papelera. Por tirarlos al suelo, algún ayuntamiento ha pagado 50.000 euros para arrancar 200.000 chicles. En Logroño han calculado que sale a 35 céntimos cada chicle que termina pegado al pavimento.
Además de caries, masticar chicle puede llegar a producir desequilibrio en el músculo de la mandíbula. Todos los días nos cruzamos con gente con la mandíbula desequilibrada, lo que pasa es que no nos damos cuenta porque llevan una mascarilla puesta. También provoca gases, y los gases ya no hace falta que les diga qué provocan. Efecto invernadero.
Luego está la gente que tiene que comer fuera y, para no llevarse el cepillo y la pasta de dientes, mete un paquete de chicles sin azúcar en el bolso o en el bolso pequeño (el bolsillo). Se piensan, los muy ilusos que mascar chicles tras la comida les limpiará dientes y encías a la vez que proporcionará un aliento fresco. Esto último puede que sí, pero que no disimulen: lo que quieren es mascar chicle con la excusa de la higiene. No les acepten nunca un chicle, si se lo ofrecen en esa situación, no caigan en la trampa chiclera.
Dicen que la ingestión de chicle ayuda a reducir la ingesta de calorías. Esto lo ha publicado la universidad de Rhode Island, pero véte tú a fiarte de una universidad ubicada en una isla.
En los últimos tramos de este artículo he sido consciente de que estoy más en contra de los chicles que a favor. En realidad, creo que siempre ha sido así, salvo en aquella época en que aún se oía aquella maravillosa denominación "goma de mascar". Y, para no perdérselo: "chicle" es un vocablo procedente de una lengua indígena centroamericana, el náhuatl. La palabra original era tzictli y derivaba a su vez de una voz maya para llamar a la resina del chicozapote. Decir que el chicle procede del chicozapote es darle una alcurnia que vamos a rebajar enseguida explicando que se le conoce más vulgarmente como níspero. Pero lo cierto es que el ADN del chicle es de gran belleza. Tal vez no esté tan mal esto del chicle, después de todo.